Villano nuevo
Villano nuevo
La señal.
En pocos minutos, la
silueta de su vehículo exótico dominaba las calles, no por su tamaño –mayor que
una motocicleta, menor que un automóvil– sino por su velocidad: superaba todo
coche, moto, camión y demás artefactos rodantes, aprovechando cualquier
resquicio para darse paso en el silencio que le aseguraba su formidable motor
eléctrico.
En
el interior del monoplaza y cubierto por su traje y su máscara, Capazul
dialogaba con el subjefe de policía de la ciudad, atento a la conversación y no
a la conducción, dominada por el sistema de navegación automática.
–¿Cuánto?
–preguntó Capazul, voz grave y cortante, después de escuchar la frase “cifra
demencial”.
–987.654.321
centavos –respondió el jefe metropolitano
leyendo de su celular–. Así, en centavos. Tuvimos que pedirle que lo repitiera
y aclarara. Se burla de todos. Serían unos diez millones.
Era
el tercer golpe de quien se denominaba a sí mismo “el Oculto”, y después de
sendos fracasos de la actuación policial, recurrían a Capazul para lidiar con
él, no solo por la impunidad de las dos veces anteriores sino por la gravedad
del hecho: había secuestrado al vicealcalde y pedía esa suma extravagante para
liberarlo. Para notar la alteración del policía no era necesario ver su cara, que
se mostraba en una de las pantallas de la consola, porque su voz ya delataba
urgencia e irritación. También un temor más profundo, atizado por la nueva
amenaza sobre la ciudad que debía proteger.
–Arribaré
en menos de diez minutos –anunció Capazul.
La pared del
principal museo de arte de la ciudad todavía lucía un rectángulo patético en
lugar de la pintura que la institución había alojado con orgullo durante más de
cuatro décadas, Noche de eclipse, de
Marut. ¿Qué pared secreta enriquecía ahora? ¿Qué millonario la disfrutaba
doblemente, por la genialidad de la obra y lo prohibido de su posesión?
Esa fue la aparición
inicial del Oculto, que se había paseado ante las cámaras, con las alarmas y
los guardias neutralizados mediante una combinación de ingenio, agilidad y
fuerza. Un individuo enmascarado y encapuchado, todo de negro, entraba en la
sala luego de dejar inconscientes a los dos hombres de seguridad que no se
enteraron de su presencia hasta recobrar el conocimiento. Luego, un forcejeo
con el marco del cuadro, después la misma figura portando el botín rectangular
del que no se tuvo más noticia, como tampoco se había podido rastrear a este
ladrón de película poco verosímil.
Fue en su segunda
acción que se presentó en un video como “el Oculto”. Aún no habían terminado de
reparar su blanco: las instalaciones del potente servidor regional de Internet,
ahora con solo un tercio de los siete u ocho tagibytes recuperados y la
compañía concesionaria hundida en el desprestigio.
Tal vez ironizando con su propia designación, en lugar de ocultarse,
el agresor transmitió para la policía la filmación en vivo de su proceder,
narrándolo en primera persona con voz de locutor: “ya vemos la columna
principal del servidor”… “aquí, la bomba que preparé”… “varios tagibytes a
punto de volar gracias a mí, el Oculto”. La unidad de operaciones especiales ya
estaba rumbo al servidor en ruinas cuando la cámara, abandonada sobre un banco,
enfocaba justo desde atrás la partida del auto estrafalario del villano, una
imagen que conjugaba una pintura renacentista de lograda perspectiva con un
film basado en historietas.
Traspasando
el cordón policial que le franquearon con reverencia, lo recibió una agente con
esa mirada de niño entusiasmado que siempre acompañaba su entrada en escena,
para escoltarlo hasta el camión del centro de mando móvil y, en su interior, el
jefe del operativo. El inspector mayor ya conocía su estilo, que no demandaba
preámbulos ni cortesía excesiva, más bien el abordaje directo de la situación.
Cuando Capazul rechazó el asiento que le ofrecieron, el jefe también se ubicó
de pie frente a una de las enormes pantallas, sosteniendo un control remoto. La
imagen principal era la captada por un dron que sobrevolaba el sitio atestado
de fuerzas de seguridad, pequeñas siluetas oscuras que rondaban el perímetro o
guardaban posición. Ocupando el área central, la casona del vicealcalde era el
foco de atención del despliegue, porque el Oculto, como nueva provocación,
había elegido retener a su víctima en la propia casa de esta. Que se enterara
todo el mundo.
El
negociador más avezado del país reconocía que nunca se había topado con una
conducta semejante: con los delincuentes había tenido diálogos tensos, diálogos
distendidos, frenéticos, graciosos, hasta charlas confesionales. Esta vez
directamente no había diálogo. En su lugar, un breve video del Oculto terminaba
demandando el rescate de cifra burlona.
Cuando
por tercera vez el negociador quiso entablar un parlamento con el villano, el
equipo policial entero vio, a simple vista, en pantallas o a través miras
telescópicas, la respuesta ostentosa del rival: desde la chimenea de la casa
partió una bengala que, luego de trazar un arco, impactó en el dron antes de
estallar junto con él en un derroche atronador de colores festivos. Fue como
una señal que exigía silencio: todos los integrantes de la fuerza desplegada
enmudecieron. Todos excepto Capazul, quien anunció con vozarrón inapelable:
“Entro”.
Enseguida: el Oculto
al teléfono iniciando una advertencia, los gritos hacia Capazul para frenarlo,
que no avanzara, el jefe del operativo horrorizado por la temeridad de aquel
hombre –superhombre, lo que fuera–, otro estampido, el de rejas, vidrios y
maderas de la ventana lateral que Capazul había elegido como punto de ingreso
sin sutilezas.
Espectadores
absortos de la imagen inmóvil de la residencia, los hombres y mujeres que la
asediaban escucharon una serie de ruidos confusos, adivinando el choque
descomunal entre héroe y villano, hasta que oyeron un último estruendo, la
puerta de garage perforada por el vehículo tan poderoso como llamativo del
Oculto, que, imposible de detener, seguir o localizar, se perdió en la maraña
caótica de la ciudad.
–Rehén
a salvo, blanco en fuga –vociferó Capazul–. ¡Ingresen!
Inmovilizado
en su sillón favorito con una soga gruesa que daba varias vueltas a su torso
–esos toques de cómic–, piernas y brazos con ligaduras similares, el
vicealcalde roncaba a pesar de la mordaza. Capazul se apartó dando paso a los
paramédicos que venían tras el grupo táctico. Como parte del telón de fondo,
una noche de luna llena ensombrecida, radiante de estrellas, descubría la
paleta nocturna de Marut.
En
su residencia solitaria y ropa civil, Capazul repasaba las noticias que
consternaban a la mayoría. Los detectives confirmaban que Noche de eclipse había sido colgado en el living del vicealcalde
varios días antes de la irrupción del Oculto a la mansión. Podía sospecharse al
funcionario, en soledad o con selecta compañía, apreciando la obra y más aún la
perversión de habérsela adueñado. No solo eso: la investigación sugería
vínculos bien solapados entre el vicealcalde y la empresa a cargo del servidor
de Internet arrasado, notoria en sus manejos para obtener beneficios.
Capazul, luego de dar por terminada la lectura, descendió a su base de operaciones, las recámaras subterráneas, secretas, colmadas de los artefactos que permitían sus misiones, y se observó un rato frente al espejo amplio antes de cambiarse y de volver a mirarse con fijeza, ataviado ya con el traje oscuro del Oculto.
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