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Mostrando entradas de 2020

Muy abajo en Castelforte

  Muy abajo en Castelforte     “Los túneles llegan hasta la estación de Adrogué”. “No, llegan hasta la iglesia San Gabriel”. “No, uno va a la estación y otro hasta la iglesia…”. “Usaban los túneles para refugiarse durante los malones”. “No, los construyeron para las reuniones de una sociedad secreta…”. La primera vez que oyó rumores sobre los túneles del castillo de los Canale –más adelante supo que la fabulosa propiedad se llamaba Castelforte– estaba en la escuela primaria, en la década de 1980, años antes de Internet y todavía más años antes de las redes sociales: no era tan sencillo, y menos para un chico de unos diez años, investigar hasta dar con información precisa. De todos modos, esa vaguedad contribuía al aura mítica de los túneles. En su imaginación, que saboreaba el misterio, extraños túneles partiendo de una construcción antigua en forma de castillo eran recintos mágicos, ideales para generarle una combinación de agrado e inquietud cada vez que los oía men

Analizando el encuentro

    Analizando el encuentro   Luego de  acomodarse en el diván del consultorio, lo que dominaba la vista de Ariel eran dos pinturas de paisajes amenos, árboles y colinas y un curso de agua. Algo menos plácida era la mirada concentrada de Sigmund Freud, que Ariel solo podía ver si giraba la cabeza, porque la fotografía enmarcada del ilustre neurólogo austríaco colgaba de una pared lateral con respecto al diván. El paciente anunció: –Ayer tuve un encuentro interesante. –¿Ajá? –inquirió desde atrás el psicólogo en su tono de curiosidad bien modulado. Entonces Ariel empezó su relato:   “Fue en el bar donde suelo ir después del mediodía a tomar un café, cuando ya hay menos gente y más tranquilidad. Disfruto ese recreo de media hora fuera de la oficina, un rato para distraerme con música o lectura liviana o el simple escenario de la calle. A veces entro en un sopor que me lleva a dar algún cabezazo y, con el sobresalto, me despejo enseguida. Ayer era uno de esos días de somnolencia de tres d

Villano nuevo

    Villano nuevo       La señal. En pocos minutos, la silueta de su vehículo exótico dominaba las calles, no por su tamaño –mayor que una motocicleta, menor que un automóvil– sino por su velocidad: superaba todo coche, moto, camión y demás artefactos rodantes, aprovechando cualquier resquicio para darse paso en el silencio que le aseguraba su formidable motor eléctrico.             En el interior del monoplaza y cubierto por su traje y su máscara, Capazul dialogaba con el subjefe de policía de la ciudad, atento a la conversación y no a la conducción, dominada por el sistema de navegación automática.             –¿Cuánto? –preguntó Capazul, voz grave y cortante, después de escuchar la frase “cifra demencial”. –987.654.321 centavos –respondió el jefe metropolitano leyendo de su celular–. Así, en centavos. Tuvimos que pedirle que lo repitiera y aclarara. Se burla de todos. Serían unos diez millones.             Era el tercer golpe de quien se denominaba a sí mismo “e

Juego de potencias

  (Este relato se basa en la leyenda sobre el origen de cierto juego, pero con una vuelta de tuerca).   El rey atravesaba su vasto aposento, llegaba a la puerta cerrada, obra del mejor carpintero con la mejor madera; el rey giraba, volvía sobre sus pasos hasta el balcón que daba a los jardines reales, obra del mejor diseñador con las mejores plantas. El rey estaba aburrido. Planteada la necesidad de distracciones a uno de sus consejeros, el asesor respondió con presteza. También con alivio de poder contestar rápido: mejor no hacer esperar al monarca. –Señor, días atrás he visto en el bazar los inventos de un artesano de gran ingenio. Él puede ser la solución. –Tráiganlo –ordenó el rey a sus servidores, que se plegaron en reverencias antes de emprender la misión. Horas más tarde estaba de pie frente al rey un hombre pequeño, de cabellera blanca hasta los hombros y barba negra hasta el pecho. Entre esa maraña bicolor, sus ojos, vivísimos, no había dejado de hurgar cada rincón del

El regalo

El niño corre por la playa en un espléndido día soleado. Ríe, y en la tienda improvisada, su padre, acompañado por su esposa y sus servidores, ríe también. El hombre se incorpora para acercarse al pequeño y elevarlo en sus brazos fornidos. Al bajarlo, lo toma de la mano y corre con él hacia el mar. Corre a pasos cortos, de modo que su hijo de seis años, que no deja de reír, pueda seguirlo. Juntos se internan en el agua. El padre siente cómo disfruta el pequeño, al que ahora sostiene por la cintura. Oye los gritos de la madre, que se ha puesto de pie en la playa, pidiéndole que tenga cuidado, como nunca deja de hacer cada vez que repiten esos baños de mar. Las olas los golpean sin violencia. Permanecen unos momentos allí, mecidos por la corriente, hasta que el adulto, cargando a su hijo y venciendo la resistencia del agua, vuelve a la playa. En la orilla, el padre se detiene para levantar al niño lo más alto que sus brazos le permiten. –¿Te gustó? –le pregunta. –Mucho, papá, mucho.

En el punto señalado

  Otra cruz. La marca era similar a las dos anteriores, también pintada con dos trazos rojos en un poste de iluminación. “Algún tipo de señalización de los postes”, se dijo Ignacio cuando encontró una nueva cruz, la cuarta, en otra esquina. Su mente inquisitiva, en la tarde ociosa, le había propuesto continuar tras el hallazgo de la segunda marca, deambulando por el centro de la ciudad y su bullicio. Se imaginó el único en la empresa de la observación de postes para descubrir dos líneas rojas cruzadas. Por momentos indagaba en las caras de los otros peatones si su comportamiento generaba una mirada de extrañeza. Nadie parecía demasiado interesado en su solitaria tarea de avistaje, con ojos enfocados a cierta altura, como otras veces que inspeccionaba por curiosidad aquellas partes de las edificaciones ubicadas por encima de la línea habitual de la mirada durante el trajín citadino, cuando la vista utilitaria se eleva solo para comprobar el verde o el rojo de un semáforo. Con lo