"... en el amor, afortunado..."
Entró al único salón de Grove Hill, Oklahoma, como una imagen viva de derrota, tan seco de energía que hasta le demandó un esfuerzo empujar las puertas batientes de entrada. Se dirigió al mostrador como si los parroquianos no existieran, como si fueran parte de un entorno natural opaco, carente de todo interés. Lo único que le importaba a Warren era la bebida que disolvería en parte el dolor provocado por las imágenes y las palabras de Claire, con su rostro siempre hermoso, con su frase cruel.
¿Qué lo había enceguecido como para no advertir lo que
sucedería con la joven? No era el momento de la reflexión, sino de padecer el
abandono que ella había dictaminado.
–Whisky doble –ordenó antes de haberse sentado a la barra,
reparando en su voz débil, lastimosa, y en la cara de Moe, quien, detrás del
mostrador, entrecerraba los ojos e inclinaba la cabeza para oír mejor.
Repitió el pedido en un volumen apenas más audible.
–Pobre amigo, necesita dos whiskys dobles –comentó alguien
cercano sobre el murmullo general, con voz clara, mordaz. Le siguieron las
risotadas de los hombres sentados en la misma mesa de quien había lanzado la
frase.
Warren ni siquiera giró para identificar al emisor, porque
todo el pueblo conocía la voz de Chester ‘Speed’ Fulton, jugador y pistolero de
reputación notoria en Oklahoma, Kansas y Missouri. Warren tampoco intentó una réplica,
pues todavía no estaba tan borracho como para terminar baleado por el
pistolero, quien, aseguraban, podía derribar un pájaro en vuelo cuando otros ni
siquiera lo habían divisado. También se contaba que, en su último duelo en
Missouri, ‘Rage’ Dolan no había llegado a desenfundar en el momento en que la
bala de Fulton le atravesó la aorta.
A pesar de que el provocador siguió con su partida de póquer
sin más burlas, Warren, a medida que el nivel de su whisky descendía,
acicateaba su propia furia, tal vez como forma de olvidar por un rato que
Claire lo acababa de dejar. Con el último trago y el golpe del vaso al ser
apoyado con ímpetu alcohólico en el mostrador, la decisión estuvo tomada.
–¿Una partida, amigo? –propuso acercándose a Fulton y
mirándolo a los ojos.
El jugador, sin poder evitar una sonrisa, respondió:
–Mejor cuando esté sobrio, amigo.
Como de costumbre, un diálogo con Speed Fulton atrajo la
atención de curiosos, que hicieron silencio y afinaron el oído.
–¿Lo acobarda alguien que ha bebido, amigo? –se oyó decir a
sí mismo Warren, casi sin dar crédito a su temeridad.
Fulton, inmutable, con un monosílabo indicó al ranchero
sentado frente a él que desocupara su silla, y extendió la mano para invitar a
Warren a tomar su lugar.
Minutos después, la mesa era el escenario único del salón.
Solo Warren y Fulton permanecían sentados, mientras que el resto de los
presentes, de pie, seguía la insospechada batalla de naipes. Se susurraban
apuestas, se murmuraba. Nadie había previsto que un jugador de la talla de
Speed Fulton pudiera hallar en aquel pueblerino ebrio un rival capaz de
someterlo a dificultades. Por eso, cuando en tres manos seguidas a su favor,
Fulton volvió a ser el señor de la baraja, no pocos parroquianos lamentaron el
fin de la emoción en el evento. Y sin embargo, algunos que estaban a punto de
volver a sus mesas se frenaron cuando oyeron el intercambio desafiante que se
dirigieron los antagonistas, como si ambos contaran con una mano decisiva.
Fulton, con parsimonia, sin dejar de mirar a su adversario,
descubrió su mano: full de ases y reyes.
Warren se puso de pie de un salto. Por un instante, nadie,
excepto Fulton, distinguió si lo dominaba la euforia o la desesperación, hasta
que exhibió sus cartas elevándolas de la mesa y apuntándolas, abiertas en
abanico, hacia su oponente: un póquer de dos, vencedor del juego de Fulton.
La exclamación al unísono de los asistentes fue tal que casi
no se oyó el disparo.
–Eso no es un póquer, señor –sostuvo el pistolero una vez
que los espectadores, que ahora descubrían el Colt en la diestra de Speed
Fulton, enmudecieron–. ¿Ha mirado bien su mano?
Aturdido por los hechos, el estruendo y el alcohol, Warren
contempló las figuras en sus naipes, sin entender. En efecto, no contaba con
los cuatro pares requeridos: su vista entorpecida alcanzaba a distinguir siete
figuras, y también un defecto grotesco en su carta del extremo izquierdo, cuya
forma no era rectangular sino irregular, puesto que la bala de Fulton había
volado la mitad superior del naipe y el corazón impreso allí.
En la siguiente pregunta, Fulton retomó el tono sarcástico:
–¿Problema de corazones, amigo? En más de un sentido, quiero
decir.
Los parroquianos continuaban en vilo, disfrutando el
espectáculo que se desarrollaba en el salón, aguardando la reacción del
afrentado.
Fulton recibió la bofetada como una bienvenida, con el
rostro endurecido y un pestañeo mínimo. Consciente del significado de su propia
acción, Warren se dirigió una vez más al mostrador, donde aún estaba su vaso,
que señaló a Moe para que lo volviera a llenar. Ya no necesitaría de agudeza
mental ni de pulso firme, porque ningún esfuerzo de su parte superaría la
destreza del pistolero. Prefería hundirse más en la anestesia de la bebida que
guardar cierta lucidez para el momento tan crucial como predecible que
sobrevendría. Si se había propuesto distraerse del alejamiento de Claire, su
éxito no podía igualarse. En dos tragos acabó con el whisky que el cantinero le
había vertido en cantidad generosa.
Fulton fue el primero en atravesar las puertas batientes del
salón rumbo al sol y el polvo de la única calle de Grove Hill, sus pasos firmes
resonando sobre los tres peldaños de madera. En cambio, el tambaleante Warren
no logró acertar a los escalones. En su aturdimiento, sintió que le quitaban un
madero de sus pies y ensayó una pirueta que en lugar de ayudarlo a recobrar el
equilibrio hizo más teatral la caída. Fulton giró su cabeza hacia ambos lados
con lentitud, en gesto de reprobación.
Warren, tendido espectacularmente a los pies de los escalones,
estaba más allá del miedo y del ridículo. Consideró solicitarle a Fulton que lo
rematara allí mismo, ahorrando ceremonias, pero varias manos aferraron sus
brazos y hombros para incorporarlo. Alguien le acomodó el sombrero que había
rodado. Oyó que Fulton decía pausadamente:
–¿Lo dejamos para otro momento, amigo? No parece en
condicio…
El escupitajo interrumpió a Fulton, sorprendido de que aquel
personaje que casi no se mantenía en pie tuviera la presencia de ánimo de
ejecutar tal ofensa.
–Como guste –siguió el pistolero mientras se secaba la cara
con el antebrazo, y añadió–: Pero le daré tiempo a desenfundar su arma antes de
que yo saque la mía, y eso no me lo podrá impedir.
Warren asintió, sabiendo que, con semejante tirador, aquella
concesión no podía alterar el desenlace.
Los dos protagonistas del duelo tomaron posición en el
centro de la calle, y en ambas orillas, las dos hileras de testigos, ya no solo
los parroquianos del salón, sino medio Grove Hill. La postura corporal de
Warren intentaba replicar sin ningún éxito la que suele adoptar un hombre en
este tipo de enfrentamientos. La disposición del pistolero era más absurda aún:
para reducir otro tanto su superioridad, aguardó con las manos entrelazadas a
su espalda. Se batiría con un hombre que, sin importar cuánto whisky tuviera en
su cerebro, lo había ofendido en público, pero nadie iría a rumorear que Speed
Fulton se había aprovechado de un indefenso.
Warren vio borroso a su rival allí adelante, una imagen que
parecía tiesa, con las manos en la espalda en lugar de listas para tomar la
culata del arma. Daba lo mismo. Para poner fin a aquella jornada fatal, extrajo
su revólver de la funda, apuntó como pudo, disparó y, alcanzado en la cabeza
por la bala del pistolero, cayó de espaldas.
Algunos se acercaron y se juntaron en torno a su figura
caída, cuyo rostro se iba enrojeciendo a medida que la sangre manaba de la
herida.
A unos pasos, otro grupo de gente se arremolinaba en torno a Fulton, quien también yacía en el suelo. A diferencia de Warren, la sangre no caía hacia su cara, sino que se acumulaba bajo su cabeza, por donde había salido la bala que había impactado en el medio de la frente.
La trayectoria de ambos proyectiles había sido tan improbable, pero a la vez tan posible, como diez extraordinarias manos de póquer seguidas. Si no hubiese mediado lo que ocurrió, la bala errática de Warren habría pasado a tres metros y diecisiete centímetros de la cabeza de Fulton, para terminar posada en el pastizal lindero al pueblo. Por el contrario, el disparo implacable de este último, en circunstancias usuales, se habría incrustado en el corazón de su blanco. Sin embargo, se interpuso un fenómeno que nadie vio ni sospechó ni supo nunca: muy cerca de la punta del revólver de Warren, quien desenfundó primero pero disparó último, los proyectiles se habían rozado y en consecuencia modificado su trayectoria e invertido el resultado del duelo, que terminó con Fulton abatido y con Warren, luego de que la bala desviada lacerara su piel sobre la oreja izquierda, desparramado una vez más en el suelo, pero solo con una herida leve y convertido en la leyenda que acabó con la carrera sanguinaria de Chester ‘Speed’ Fulton.
Excelente; buen ritmo y desenlace inesperado.
ResponderEliminarMe alegra mucho que lo hayas disfrutado, Emilia!
EliminarMuy de acuerdo con Emilia. Me atrapó como las de "comboy" y las policiales de mi adolescencia. Muy ingeniosa la carambola de balas, bien preparada por ese "tan improbable, pero a la vez tan posible, como..."
ResponderEliminarUn placer leer tu comentario, Unknown. Muchas gracias.
EliminarEn el amor, desafortunado, porque al fin, por esas cosas del azar, ganó el juego.
EliminarPrecisamente. Por eso el título es un recorte engañoso: "Desafortunado EN EL AMOR, AFORTUNADO en el juego". Gracias, Valeria!
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