Fiesta intensa de disfraces

FIESTA INTENSA DE DISFRACES

 

Fueron llegando en su diversidad, provenientes de distintos lugares y épocas, desde geografías remotas, desde tiempos exóticos, hasta de otros planetas o desde el futuro. El jardín amplio y la magnífica noche de verano les daban la bienvenida.

Sin embargo, mezclándose entre la concurrencia, se hacía evidente que nadie había arribado ni a bordo de un avión ni de una nave espacial ni de una máquina del tiempo, sino de medios de transporte tan extraordinarios como un coche, alguna bicicleta o mediante una simple caminata. Algún valiente había osado tomar un colectivo y soportar miradas de reojo.

A la medianoche, cuando la fiesta de disfraces estaba en su apogeo, se inició el rito del cóctel especial, celebrado por el anfitrión, cuya apariencia de mago incluía barba y sombrero, ambos puntiagudos y de soberbia longitud. Emitía palabras en una lengua extraña, tal vez antigua, tal vez inventada, tal vez meros sonidos, mientras, con un cucharón, servía a los asistentes que se acercaban en procesión por una dosis de la “poción”, como había denominado a la bebida que aguardaba en una imponente fuente metálica.

 “Gran trago”, comentó el Caballero Medieval a la Rockera, al mismo tiempo que observaba de soslayo a la Dama Medieval, una desconocida que había coincidido en época del disfraz, prenda que demarcaba categórica la cintura y elevaba el busto, para el deleite del Caballero, sobre todo en los momentos en que la Dama debía inclinarse para tomar algún bocado.

Por eso el Caballero no se preocupó por escuchar la respuesta de la Rockera: ensayó una excusa cortés y puso rumbo hacia la mujer más sincronizada con su atuendo.

El Cowboy, a esta altura, daba rienda demasiado suelta a su danza, frenético como si hubiese descubierto oro en California ciento cincuenta años atrás. En uno de sus revoleos de brazos, dio un codazo en plena cara al bailarín más cercano, quien ignoró el golpe y continuó con su ritmo. Pero no le siguió uno, sino dos impactos más, que agotaron la paciencia de la víctima.

El Cowboy sintió que lo llamaban tocándole el hombro, giró y se encontró con un Sioux que parecía una estatua, de poca estatura pero rostro severo. La escultura habló para exigirle que cuidara más sus movimientos, porque ya había recibido codazos y manotazos por triplicado. El Cowboy, que le llevaba una cabeza al Sioux, no tuvo ni deseos ni tiempo de pedir perdón, porque fue incapaz de contener la risa ante el atrevimiento de aquel personaje menor. Cuando pudo articular una oración, envió al Sioux a su tienda, rematando la frase con un insulto y un empujón. Al instante el sombrero del Cowboy sobrevolaba la escena, a diferencia de su dueño, que había sido derribado de un puñetazo.

En otro sector del jardín, Drácula se había apartado del festejo y apostado junto al muro que limitaba la propiedad, desde donde clavaba su vista en la Monja, una muchacha que movía su cuerpo con un ritmo más fácil de asociar al Caribe que al convento. Al rato el conde fue emergiendo desde la oscuridad, con su capa rozando el césped, en dirección a la joven de hábito ajustado. El compañero de baile de la Monja no necesitó indicaciones verbales para ceder a su pareja: el gesto de Drácula lo instaba a marcharse sin demoras. De inmediato, la Monja quedó hechizada por ese hombre alto de rostro pálido, que la tomó de la mano para alejarla, a paso lento, de la muchedumbre y de la música. De nuevo en la penumbra de los extremos del jardín, y sin mediar palabras, llevó sus dedos alargados a la cara de la muchacha, rozando su mejilla, acariciando su cuello, la piel exquisita de su cuello…

La interrupción abrupta de lo que estaba a punto de suceder se efectuó a través de la forma contundente del Monje, una masa de ciento veinte kilos enfundada en hábito marrón, que arrasó con la figura aristocrática del Conde y dio con esta en el suelo.

Hipnotizada por el encanto de su captor, la Monja había mantenido los ojos cerrados. Al abrirlos, descubrió sobre el pasto un entrevero de capa y hábito, hasta que el Monje se irguió en toda su humanidad, sosteniendo ante él lo único que había conseguido apto tal vez– para lo ocasión: una ristra de ajo de la despensa de la casa. Bajo el clérigo yacía el vampiro, con la cabeza apenas elevada, mostrando espanto en sus rasgos distorsionados por el ahogo. Cuando esa cabeza, ahora una maraña de pelos, descendió extenuada, derrotada, el Monje depositó el ajo en la nariz del vencido y se aproximó a la Monja. “Mi salvador, gracias, gracias”, pronunció la religiosa con voz abrumada. Regresaron hacia el núcleo de la fiesta con el brazo del Monje envolviendo los hombros de la Monja, ajenos al bullicio en torno a ellos, que se acentuaba en el sector donde tenía lugar el enfrentamiento entre el Sioux y el Cowboy.

Minutos antes y con actitud antideportiva, el Cowboy había desenfundado su Colt y apuntado hacia el pecho del Piel Roja. De tan aturdido que estaba por la lucha y la bebida, había olvidado que su arma, lustrada con esmero para la ocasión, reluciente en la pista de baile, era una réplica inofensiva. Así, la asimetría entre un arma de fuego y un arma blanca como la que portaba el Sioux se invirtió, porque el revólver era un juguete, a diferencia de la navaja artesanal que colgaba de la cintura del indio, implacablemente afilada. Sin dudarlo, el Sioux desenvainó su cuchillo, un nuevo destello en la pista. El Cowboy emprendió la fuga por el jardín. El Sioux lo perseguía lanzando gritos de guerra y blandiendo la navaja, sin intenciones de emplearla, sino para disfrutar de la carrera despavorida del Cowboy. Luego de dar dos vueltas al parque, la persecución terminó de regreso en el sector de la danza, cada vez más disgregada. Allí el Sioux, acorralando a su rival, guardó con parsimonia la navaja en su funda para reiniciar el combate cuerpo a cuerpo.

La pareja monacal, en lugar de entretenerse con la contienda de los representantes del Lejano Oeste, ingresó a la casa, un ámbito surrealista donde se alternaban habitaciones iluminadas con otras oscuras. No se bailaba, se dialogaba poco, prevalecían los monólogos, se hacían declaraciones en idiomas exóticos. El Centurión, con la mano en la empuñadura de su espada, contaba –¿en latín?– anécdotas de barracas y campañas. El Escocés de pollera a cuadros y medias altas observó en inglés con acento de las Tierras Altas que los antiguos romanos jamás habían podido conquistar el territorio de sus ancestros y que, temeroso de ser invadido por esas tribus aguerridas, el emperador había ordenado la construcción de una muralla que atravesara la isla. En otra sala, gente de turbante sentada sobre alfombras se iba perdiendo de vista tras las volutas de una pipa de agua. La Extraterrestre contaba los pormenores de la noche a sus parientes de allá lejos, hablando a través de un dispositivo de comunicación invisible y haciendo ademanes con sus manos violetas de siete dedos.

El Monje y la Monja, interesados solo en ellos mismos, se encaminaron hacia un cuarto con la puerta entornada, aunque su módica ilusión de privacidad acabó literalmente de golpe, con un portazo: la Dama y el Caballero Medieval se habían adueñado antes de la habitación. Finalmente, el dúo monástico encontró un recoveco adecuado para dejar los hábitos sin mayor examen vocacional.

 

Los invitados fueron despertando con la salida del sol, perplejos por su situación al recobrar la conciencia. Incapaces de recordar sus acciones desde la medianoche, se hallaron en todo tipo de superficies y posiciones corporales, solos, abrazados a parejas extrañas, amontonados entre desconocidos. El estado de los disfraces iba desde unas arrugas imperceptibles hasta su ausencia total, pasando por atuendos con partes que faltaban y otros en jirones. Se miraban unos a otros con gestos de incomprensión a medida que se iban incorporando, confiando en que pronto recuperarían al menos fragmentos de las andanzas nocturnas. Algunos preguntaron sin éxito por el anfitrión, a quien habían visto por última vez oficiando ante la fuente metálica del cóctel-poción, el recipiente que ahora, completamente vacío, reflejaba los primeros rayos de sol.

 

 

Febrero de 2021

Comentarios

  1. Qué nochecita papá !!!
    Qué le habrán puesto a ese cóctel...?
    El anfitrión era PRP ? Jajaja.
    Muy bueno, como siempre.

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    1. Gracias, CM! Contactame en privado para la receta del cóctel, je

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