La llamada de otro
Gente oprimiendo su cuerpo, su cuerpo buscando aire. Un fragor, que disminuía y aumentaba, luces o sombras que pasaban, vistas a través de las ventanillas del compartimento cerrado, tan cerrado. Hasta que no soportó más, y empujó, bajó con otros, se les adelantó en dirección a la escalera y ese ascenso que se había convertido en una fuga hacia la superficie y el alivio de la plaza, donde había pasto, árboles, pájaros, aire.
En
el medio de la plaza, con la respiración más calma, recordó las descripciones de
esa afección que tanto terreno había ganado en los últimos años, el ataque de pánico,
relatadas por un vecino, por una compañera, por un colega o en una serie de televisión.
¿Era el turno de él de padecerlo y más tarde contarlo? Toda la semana había sido
como un camino gradual hacia este momento, el quiebre de la tolerancia tras años
de viaje en subterráneo. Desde el lunes, cuatro días atrás, las sensaciones de malestar
habían ido en aumento, a pesar de que la cantidad de pasajeros no necesariamente
variase. Hoy seguiría su viaje en colectivo.
Durante
el fin de semana se sintió bien, pero en ocasiones recordaba la experiencia inquietante
de claustrofobia y se volvía a sorprender. No lo comentó con nadie. Lo contrastó
con una sensación opuesta de meses atrás, aquellos días de vacaciones en las montañas,
rodeado de bosques donde la sola idea de un subte atestado era como el descenso
de una nave extraterrestre, donde el aire parecía estar compuesto de manera diferente
de tan puro que se sentía.
Llegó
el lunes y el momento de enfrentar la boca del subte. No lo logró. La escalera se
le representó un descenso a una caverna habitada por sombras que escondían multitudes
indefinidas, listas para asfixiarlo. Aquel andar más veloz y regular por vías de
hierro, aquello que siempre había preferido del subterráneo, se iba desvaneciendo
en la profundidad amenazante de la caverna.
A
la vuelta, la frustración fue menor, porque ya sabía que terminaría subido a un
colectivo, a pesar de los semáforos, a pesar del tráfico. No fue la única costumbre
que alteró esa noche: a la diaria copa de vino en la cena, le sumó un vaso de whisky
y dejó que su mente fuera más allá, o más acá, de pensar qué estaba ocurriendo.
Al
día siguiente decidió ignorar la posibilidad del subte: ni siquiera se acercaría
a la bajada. Pensaba posponer el asunto, intentar tal vez una semana más adelante.
Más tranquilo, soñó aquella noche con el escenario de sus vacaciones, con los bosques
extensos, con los lagos de suave oleaje. Otra reacción contra la claustrofobia,
se dijo cuando despertó y se preparó para el día de trabajo, y de viaje en colectivo.
–Si
ya leíste el informe de Ruggeri –volvió a preguntarle Alejandra, su compañera de
trabajo, mirándolo con algo de desconcierto.
–Sí,
disculpame, estaba distraído.
Pero
no había estado solamente distraído: había dejado, de golpe, de comprender lo que
le estaban diciendo, como si su compañera hubiese pasado a hablar en una lengua
desconocida. Duró un instante, porque cuando Alejandra reiteró la pregunta, él entendió
perfectamente.
Tal
como le sucedió horas después, mientras miraba el noticiero y el conductor anunciaba
la visita del presidente ruso, de golpe y por unos segundos, en otro idioma. Hasta
pensó que transmitían las imágenes del presidente o un funcionario ruso hablando
en su lengua, aunque sabía que eso no era posible: además de que aquello no sonaba
a ruso, seguía la cara del conductor, la voz del conductor. Él era quien, por un
momento, había suspendido la comprensión.
Corría
por el bosque, entre los árboles que ya empezaba a conocer; era un niño. Imágenes
y sonidos fugaces: troncos de diferente grosor, cantos de aves, el resplandor verde;
el despertador que lo alejó de allí. Sorprendido, se preguntó si alguna vez había
tenido dos sueños tan similares dos noches seguidas. Sospechó que sería parte –tal
vez una reacción –de lo que le había sucedido los días anteriores, la claustrofobia,
la confusión.
Fue
ese día, con un nuevo episodio, que decidió que no podía seguir callando, que debía
dejar de ocultar, o de ocultarse, que algo muy sorprendente lo estaba asediando.
Ocurrió en pleno centro de la ciudad, a metros de la intersección de dos avenidas.
Había preferido caminar un poco, porque se descubrió postergando el momento de tomar
el colectivo, el medio que había sustituido al subte. Optó por no indagar más en
esta inquietud y buscar la distracción en un rato de caminata por la ciudad. Sin
embargo, la ilusión de aire libre no demoró en desaparecer y dar paso a otros minutos
críticos: centenares, miles de vehículos de todo tipo, con sus ruidos multiplicados
de motor, los edificios como monstruos, los carteles luminosos, gigantes y enceguecedores,
las multitudes, rugidos, relámpagos, vértigo, vértigo.
Otras
imágenes, de otro lugar y tiempo. El lago manso, la fogata nocturna, él en medio
de todo eso. ¿Quién era él?
Recobró
la conciencia tumbado en la vereda, con tres o cuatro caras desconocidas observándolo,
hablándole, preguntándole si estaba bien. Todavía aturdido, se incorporó de a poco,
tratando de responder con aparente convicción que no era nada, que ya se sentía
normal, y muy agradecido por la atención de los transeúntes.
La
realidad era el deseo de fuga, alejarse lo antes posible del centro, buscar las
calles menos transitadas, pero no en colectivo, sino caminar, caminar como cuando
era chico, caminar como cuando el mundo era chico. Así fue dejando atrás el bullicio,
para internarse en los barrios, en zonas de menor densidad, donde aún había algún
jardín.
Caminar
como en el bosque en enero, por los senderos que permitían transitarlo y por los
otros, los pasajes del tiempo más antiguo, cuando las luces nocturnas eran de luna
o de fuego. Cuando las ramas del suelo eran pisadas por pies ágiles, expertos en
recorrer la zona. El mismo suelo, formado por infinidad de ramas y de hojas, donde
había encontrado la pequeña piedra que se había llevado a su casa de recuerdo, la
pequeña esfera irregular, similar a otras miles, excepto por tres marcas que la
distinguían. Pura casualidad, haber hallado esa piedra mientras exploraba el suelo
del bosque, haber advertido que la pieza tenía algo llamativo, aquellas tres líneas
paralelas.
Notable
cómo se dejaba llevar por las vivencias de las vacaciones, que debió dejar de lado,
como dándose una bofetada despertadora, para volver a su presente, saber dónde estaba,
hacia dónde debía ir, porque se había apartado de su ruta. Averiguó qué colectivo
tomar y no tardó en encontrarse viajando en él, pero tampoco demoró en verse otra
vez en la realidad paralela, en los bosques bajo las estrellas innumerables. Por
eso cuando la mujer que se había sentado a su lado le hizo la pregunta y él debía
dar indicaciones para el viaje, la pasajera se encontró frente a un hombre con la
mirada perdida, que dejó pasar unos segundos antes de contestar, y le respondió
de manera incomprensible, porque habló en otra lengua, que ni la viajera a su lado
ni nadie comprendía en la actualidad, un idioma propio de otra región y extinto
más de un siglo atrás.
A
partir de aquel momento fue una pieza movida por una mano de misterio y poder. Por
ratos era él, por ratos era el otro, una combinación de dos seres que, curiosamente,
se complementaron en una misión que necesitaba la experiencia de ambos, del hombre
de ciudad que debía volver al sur, y del otro, el hombre del sur que había vivido
cientos de años atrás, unidos por un nexo pequeño pero investido de magia, la piedra
que había recogido del suelo boscoso y que, mucho antes, había dejado de ser una
piedra común para ser talismán. Por eso fue, además de lo imprescindible, lo único
que llevó en su regreso al sur, un viaje que hizo en estado de semiconsciencia,
presente en parte en la realidad que lo rodeaba, en las acciones propias de cada
viaje; ausente en otras ocasiones, con recuerdos que no eran suyos, sino de aquel
que lo iba llevando. Y sin embargo, durante los espacios de consciencia, lejos de
abrumarse por la desesperación, una certeza lo hacía seguir adelante, no abandonar
aquello que le había sido confiado.
Más
cerca, hasta el punto en que la caminata debía seguir a pie, donde aún había algunas
pocas casas de madera enclavadas en la belleza deslumbrante del escenario montañoso.
Cada vez más cerca, ahora rodeado de bosque, por el mismo sendero que hacía unos
meses había recorrido, con la piedra talismán en el bolsillo, hacia donde llevaba
su mano para palparla y asegurarse. Más cerca aún, abandonando el sendero y caminando
sobre el suelo natural del bosque, el colchón formado por lo caído durante siglos,
finalmente todo rastro humano dejado atrás. Ahora aferraba la piedra extraída del
bolsillo, la pequeña roca de la que parecía emanar la fuerza que lo impulsaba a
adentrarse en el bosque, fundirse entre aquellos árboles gigantescos, centenarios,
los señores del bosque entre quienes sentía su hogar, a pesar de que, hasta hacía
unos pocos años, jamás había estado allí.
Pero
el otro había nacido allí, y vivido allí siempre. Y en el bosque había ejercido
su arte, su don para mezclar los ingredientes que le brindaba la pródiga naturaleza
de la región, acompañado por sus piedras y su sabiduría. Hasta el final, cuando
llegó el momento de ejecutar la ceremonia última, el rito donde él, yaciente, no
sería el celebrante sino el destinatario. Pero faltó algo. Sin que nadie en torno
a él lo advirtiera, el puñado de piedras no estaba completo: una había rodado a
la profundidad del bosque, solitaria. Los rituales continuaron porque se ignoraba
la ausencia, y luego quedó atrás el pequeño túmulo, imperceptiblemente incompleto.
Hasta que, también ignorante y siglos después, otro fuera convocado para reparar
la falta: un extranjero venido de tierras lejanas cerraría el círculo. Había sido
reclutado porque pasaba por allí, o tal vez antes, tal vez la decisión de visitar
la región no había sido dictada únicamente por sus deseos de viajero.
Cuando estuvo muy próximo aminoró la marcha. Su estado de conciencia era similar al de un sueño, pero sutilmente más nítido, y con la certeza de que lo que llevaba a cabo era un acto reparador. Se encontró junto al sitio preciso, el túmulo que el tiempo había recubierto pero que no había logrado erosionar por completo, una preservación tan misteriosa como la presencia de un instrumento rústico, acaso natural, acaso un artificio primitivo, una rama aplanada en un extremo que descansaba junto a la ligera elevación, la herramienta perfecta para su fin. Con energía excavó, con fervor y con certeza: la misión era justa, el resultado inminente. Ni necesitaba ver lo que estaba haciendo, guiado en sus movimientos por otro, próximo a una conjunción de elementos que debía haberse dado siglos atrás. Cavó un poco más, hasta que supo, hasta que le fue dicho, que ya era suficiente, ya podía dejar de aferrar la piedra y depositarla, colocarla en la ubicación precisa que le había sido destinada, la coronación postergada del ritual antiguo.
Al hacerlo, la luminosidad del bosque pareció aumentar, como si cada hoja contara con una tenue luz propia, al mismo tiempo que los sonidos quedaban en suspenso, muda cada criatura y cada rumor, el leve resplandor y el silencio unidos para celebrar el momento. Desde lo profundo de la tierra ante él provenía algo, casi tangible, casi un abrazo, una manifestación de gratitud fraterna. Y sintió paz, cálida como la luz encendida del bosque, intensa como el silencio que lo rodeaba.
Creo que necesito vacaciones...
ResponderEliminarTomátelas y traé inspiradores chocolates
EliminarEs la percepción de la consciencia universal. Me llegó al alma. Muy bueno.
ResponderEliminarGracias, Valeria!
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