Hasta la vista, ser extraño
“Fue la recompensa de doce años de espera obsesiva, de pacientes temporadas apostado en mi torre de vigilancia, aquella vetusta casa rodante que al día siguiente desmonté, con la certidumbre de que el fenómeno no volvería a repetirse a lo largo de mi vida.
¿Cómo
fue?
Tremendamente
extraño: lo más esperado y al mismo tiempo lo más sorprendente de mi existencia.
A pesar de nuestro clima tan cambiante, hacía dos
días que la lluvia no cesaba, sin atisbos del sol, de modo que las orillas del lago,
como constaté más tarde, estaban desiertas. Por eso fui el único observador privilegiado
en esos siete u ocho minutos de cielo despejado y tenues rayos solares.
Al
advertir la luminosidad y que no llovía, salí del interior de la casa rodante y
él salió de la profundidad del lago. Fuera de mi refugio, vi una espuma hacia el
centro del lago, un fenómeno inusual en el que clavé la vista. Primero divisé el
lomo. Al instante, asomó la cabeza. En mi mente abrumada, las ideas de alucinación
y de avistamiento lucharon como dos combatientes exaltados. Pero la criatura, al
acercarse, desvaneció la duda elevando su cabeza, su hermosa cabeza de monstruo.
Habrá demorado segundos en volver a hundirse, provocando un sonido, melodioso para
mí, al golpear la superficie del agua.
Conmovido,
sentí que retornaba la lluvia, al mismo tiempo que mis ojos se humedecían”.
Se
había propuesto escribir una serie de relatos breves, como ceremonias de cierre,
antes de iniciar una ficción realista.
“Su
arma no tenía filo ni abría fuego. Tesoro arqueológico, la tabla contenía palabras
representadas con signos extraños que con tenacidad había aprendido a leer. Ante
él, la forma dentro del sarcófago abierto se agigantaba, como presagiándole que
su esfuerzo sería inútil, que ninguna fórmula antigua bastaría para acabar con aquel
ser destructor en vida y más allá, terror del desierto y los sitios diferentes donde
había residido en una historia milenaria.
Temeroso
pero resuelto, avanzó a la luz de la linterna de campaña, que dejó apoyada en una
repisa. Elevó la tabla con inscripciones, tomó aire para dar potencia a su voz y
comenzó a leer emitiendo los sonidos misteriosos dictados por los signos.
Frente
a él, su adversario se opuso desde una inmovilidad que distaba de ser reposo. Sintió
la fuerza de un impulso que pretendía hacerlo callar y retroceder. Aferrándose a
su voluntad, siguió pronunciando el encantamiento, insistiendo incluso cuando la
energía emanada del sarcófago se hizo más intensa, más maligna.
Perseveró
en el rito sostenido por fuerzas que no creía propias, con la tabla-talismán interponiéndose
entre él y su oponente, hasta que ya no encontró resistencia, sino quietud y silencio.
En
la penumbra del recinto, lloró aliviado”.
Se alejaría, al menos por un tiempo, de las criaturas,
máquinas o hechos extraños que poblaban su narrativa para dar lugar estricto a lo
que podría suceder en la realidad, sin seres o leyes fuera del catálogo de la naturaleza
conocida.
“La
forma esférica de Arqui se comunica a través de colores, pero ya hace días que mi
computadora ha descifrado este lenguaje cromático, tal como su máquina, más sofisticada
que la mía, ha logrado traducir casi instantáneamente mis palabras.
Después
de las dos semanas más fascinantes de mi vida, la exploración de Arqui (de arcoíris,
como lo apodé por su modo de “hablar”) ha llegado a su fin.
Subimos
la colina como retrasando un reloj, yo a paso lento, Arqui en flotación demorada.
Tal
como me ha dicho, el escondite de la nave pasa inadvertido. Mediante una orden mental
u oprimiendo un botón interno –nunca pude entender cómo distribuye esos comandos
a sus aparatos– Arqui hace elevarse y correr una tapa natural, un círculo de un
metro de diámetro formado por el pastizal de la colina y unos centímetros de la
capa inferior de tierra, sostenidos por una delgada pero resistente base metálica.
Debajo, en el pequeño hangar excavado por las tecnologías de Arqui, aguarda su vehículo,
una cápsula no mucho más grande que él, donde viajará hasta acoplarse al módulo
principal de la nave que orbita invisible a kilómetros sobre nuestras cabezas.
En
respuesta al abrazo que le doy, Arqui despliega unos brazos mecánicos que me apretujan
contra él, afecto de un mundo cuya existencia ignoraba quince días atrás.
No
quiero quedarme con el recuerdo de la nave alejándose, prefiero voltearme y bajar
la vista, a medida que un zumbido crece y luego disminuye a mis espaldas hasta enmudecer,
mientras la imagen del pastizal a mis pies se deforma por mis lágrimas”.
Luego
de escribir los relatos, se cambió para la cita.
Había
conocido a Clara el fin de semana anterior, en la fiesta de bodas a la que asistió
con pocas ganas pero de la que se retiró con menos entusiasmo aún. No solo coincidieron
en la misma mesa, sino también en la soledad de ambos al llegar al festejo, que
derivó en charla y baile y más charla y más baile, tanto ella como él con la certeza,
mucho antes del corte de la torta, de que la propuesta de una cita sería aceptada.
Aunque
era el primer encuentro a solas, no parecía exactamente una primera cita, porque
algo semejante ya se había dado en el encuentro fortuito de una semana atrás. Absorbidos
por el diálogo y la atracción en aumento, ni se molestaron en cambiar de sitio y
se quedaron a cenar en el mismo bar donde se habían encontrado para tomar algo.
Durante el postre, Clara sugirió su casa para un café.
Fueron
a su casa, pero no llegaron a tomar el café. El beso empezó una vez que Clara cerró
la puerta de su departamento, se prolongó en el living, en el pasillo y por último
en su cuarto.
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