Analizando el encuentro

 

 

Analizando el encuentro

 

Luego de acomodarse en el diván del consultorio, lo que dominaba la vista de Ariel eran dos pinturas de paisajes amenos, árboles y colinas y un curso de agua. Algo menos plácida era la mirada concentrada de Sigmund Freud, que Ariel solo podía ver si giraba la cabeza, porque la fotografía enmarcada del ilustre neurólogo austríaco colgaba de una pared lateral con respecto al diván.

El paciente anunció:

–Ayer tuve un encuentro interesante.

–¿Ajá? –inquirió desde atrás el psicólogo en su tono de curiosidad bien modulado.

Entonces Ariel empezó su relato:

 

“Fue en el bar donde suelo ir después del mediodía a tomar un café, cuando ya hay menos gente y más tranquilidad. Disfruto ese recreo de media hora fuera de la oficina, un rato para distraerme con música o lectura liviana o el simple escenario de la calle. A veces entro en un sopor que me lleva a dar algún cabezazo y, con el sobresalto, me despejo enseguida. Ayer era uno de esos días de somnolencia de tres de la tarde: mientras esperaba el cortado, el sueño me fue ganando hasta que sentí cómo se me iba la cabeza hacia adelante. Tirón seguido de recuperación abrupta. Como me da vergüenza llamar la atención así, observé a mi alrededor en busca de testigos. Un par de mesas vacías, otra ocupada por dos hombres, cada uno escribiendo en su celular. Pero a mi derecha, los ojos de una mujer pelirroja de unos treinta años me estaban enfocando. Un instante mínimo, antes de volver a su libro. Sin embargo, la delataba una sonrisa muy tenue, muy sutil.

Como en una acción refleja, copié su gesto. Volvió a mirarme, descubrió mi sonrisa, amplió la suya. Sentí una complicidad en ese juego de miradas y sonrisas mutuas, reforzadas por sus palabras:

–La hora de la siesta.

–La siesta vencedora –agregué, al tiempo que reconocía el título del libro que tenía en sus manos–. Pero con esa novela es imposible quedarse dormido, ¿no?

Se trataba de El caso de los cinco detectives, de Julia Nareci, una ficción policial que me había mantenido en vilo una semana entera hacía solo un mes.

–¡Imposible! –repitió–. El otro día llegué tarde al trabajo porque estaba leyendo tan entusiasmada en el subte que me pasé una estación.

Algo similar a lo que estaba a punto de sucederme, volver tarde a la oficina, si seguía hablando con esta atractiva lectora de rizos colorados, pero a los cinco minutos, en lugar de estar sentado frente a mi escritorio, había ocupado la silla libre de su mesa y, con precaución para evitar anticiparle lo que ella aún no había leído, nos absorbía la charla sobre el libro: el giro en la mitad de la trama, lo entrañable de tal personaje, la ciudad ficticia donde transcurría.

Sabés que no me resulta fácil conectar rápido con alguien, por eso me iba alentando cada expresión de ella que parecía confirmar cierto interés de su parte. También sabés del tiempo que pasó desde mi última cita, y este encuentro accidental, fantaseé, podría conducir a una. Bravo por aquel cabezazo que nos indujo a la conversación. Consulté la hora en mi celular y le dije:

–Tengo que volver al trabajo, pero me encantaría seguir esta charla, sin horarios como ahora. Me llamo Ariel, ¿y vos?

–Amapo…”.

 

Ariel interrumpió la pronunciación del nombre porque advirtió cómo la lapicera del psicólogo, arrojada con ímpetu, rebotaba contra el piso del consultorio. Se incorporó de golpe mirando a su terapeuta, quien ahora, de pie, lanzaba el anotador hacia la pared. El proyectil, portador de sus intimidades, hizo blanco en la imagen severa del Dr. Freud, cuyo retrato cayó con estrépito de vidrios rotos. El analista dio por terminada la sesión formulando sus conclusiones:

–¡Una mujer de unos treinta años, pelirroja, ayer en esa zona, leyendo ese libro! ¡Y se llama Amapola! ¡Es mi mujer, pedazo de imbécil! ¡Te voy a arrancar la cabeza!

 

 


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