Muy abajo en Castelforte

 

Muy abajo en Castelforte

 

 

“Los túneles llegan hasta la estación de Adrogué”.

“No, llegan hasta la iglesia San Gabriel”.

“No, uno va a la estación y otro hasta la iglesia…”.

“Usaban los túneles para refugiarse durante los malones”.

“No, los construyeron para las reuniones de una sociedad secreta…”.

La primera vez que oyó rumores sobre los túneles del castillo de los Canale –más adelante supo que la fabulosa propiedad se llamaba Castelforte– estaba en la escuela primaria, en la década de 1980, años antes de Internet y todavía más años antes de las redes sociales: no era tan sencillo, y menos para un chico de unos diez años, investigar hasta dar con información precisa. De todos modos, esa vaguedad contribuía al aura mítica de los túneles.

En su imaginación, que saboreaba el misterio, extraños túneles partiendo de una construcción antigua en forma de castillo eran recintos mágicos, ideales para generarle una combinación de agrado e inquietud cada vez que los oía mencionar.

Pasaron los años y las décadas. Su curiosidad por aquellos pasajes subterráneos no mermó, pero le ocurrió lo que le sucede a muchos que se encuentran cerca, muy cerca, de un sitio interesante y todavía desconocido, esa postergación de la visita instigada por la certeza de que iremos allí en cualquier momento, cuando lo deseemos, total estamos ahí nomás, a un paso. Y mientras, pasan los años y las décadas.

Hasta que una mañana de agosto de 2019, cierta combinación de fechas y horarios, pero sobre todo la insistencia alegre de sus dos sobrinas y la excelente disposición del guía de Castelforte, pusieron fin, en una salida memorable, a más de treinta años de suspenso.

 

Tampoco olvidará la segunda visita, a la semana siguiente, cuando, todavía fascinado, quiso volver a recorrer el pasillo subterráneo, escuchar ampliadas las explicaciones del guía, regresar al ámbito que lo había cautivado desde su niñez.

Pero a diferencia del paseo anterior, que se lo contó a todo el mundo, esta vez no habrá relato, no habrá público ni envío de fotos, porque el evento quedará encerrado en él como una memoria perturbadora que se rehusará a compartir.

 

El guía lo recibe encantado por ese entusiasmo casi infantil que demuestra el visitante por las entrañas del edificio. Incluso lo invita, si lo prefiere, a ir bajando a los túneles mientras él termina de atender un llamado telefónico que no puede interrumpir. Atraído por la idea de estar unos momentos solo en los túneles, acepta de inmediato.

Ya en el subsuelo, se aproxima a la escalera que desciende a un túnel inferior, el anegado: desde que, años atrás, se ha elevado el nivel de las napas inundando sótanos por toda la zona, el túnel de más abajo se ha convertido en una cueva acuática. Hecho lamentable para él, que ve en aquel segundo subsuelo una apuesta redoblada, el túnel de un túnel, un alejamiento aún mayor de la realidad cotidiana que transcurre a la altura de la calle. Por eso la semana anterior se desilusionó al encontrar ese espacio vedado y por eso esta vez se le acelera el pulso cuando, al acercarse a la escalera de acceso, no ve rastros de la superficie del agua. La inundación puede haber disminuido un poco, piensa, ya empezará a ver el nuevo nivel del agua, algo más abajo. Dominado por el deseo de explorar, se reclina sobre la baranda, ilumina hacia el hueco con la linterna del celular. Aunque no distingue agua, tampoco tiene una imagen nítida de las paredes o el piso. Debería esperar al guía; sin embargo, se rinde al magnetismo del recinto a sus pies.

Mientras desciende por la escalera herrumbrada, apuntando con el celular hacia el suelo, comprueba que la inundación se ha retirado. Excitado, da los pasos iniciales por el túnel inferior. Cuando ilumina hacia adelante, refrena su andar. Esperaba ver el límite abrupto del túnel, algo similar a lo que conoció el mes pasado en el túnel superior, que se interrumpe donde empieza la propiedad lindera, producto del loteo y venta de parte del Castelforte original. Para su sorpresa, eso no ocurre aquí abajo, porque el túnel se prolonga más allá. Como la pequeña linterna del celular le impide divisar el final del corredor subterráneo, deberá avanzar y…

Oscuridad total.

La linterna de su móvil se ha apagado.

No tiene tiempo de inquietarse: solo median unos instantes entre que su celular se queda sin batería y una nueva fuente de luz ilumina el túnel con su resplandor.

Ahora sí tiene la oportunidad de sentir miedo.

De pie en el medio del túnel y a unos pasos de él, como si acabara de encenderlo, un hombre sostiene un farol antiguo, propio de un siglo atrás. Más que la mirada de reproche que le dirige como reprendiéndolo por hallarse en un lugar indebido, son las facciones del individuo las que lo inducen a desandar sus pasos y ascender en retirada por la escalera, girar una vez que pisa el túnel de arriba para echar un vistazo a la abertura que acaba de atravesar y encontrarse con que el agua ha regresado como hace una semana, sin ruido, sin el más mínimo ruido que deberían provocar miles de litros de agua que han vuelto a invadir de repente el túnel inferior, como si en realidad jamás se hubiesen retirado.

Llega a la planta baja al mismo tiempo que el guía se está acercando para descender, balbucea una excusa –lo han llamado y debe irse, volverá otro día– y, antes de abandonar el edificio, vuelve a dar con el rostro que lo llevó a esta fuga, esta vez en blanco y negro, en una fotografía enmarcada colgada en la pared del salón. Ha contemplado ese mismo retrato la semana pasada durante la visita con sus sobrinas, lo está observando ahora, y se ha encontrado con una cara idéntica, perturbadoramente idéntica, hace unos momentos, en el nivel inferior de los túneles de Castelforte.

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