Frecuentando pasadizos

                                                     FRECUENTANDO PASADIZOS

                                                    

 

Con algo de esfuerzo –y excitación, como siempre– desplazo el panel que comunica con el pasadizo secreto, después lo cierro para que vuelva a ser imperceptible desde el otro lado.

Primero, el pasaje de paredes rugosas desciende, luego se nivela y termina en una escalerilla formada por peldaños adosados al muro. Por ellos me elevo hasta una portezuela circular, que ofrece un poco de resistencia cuando la levanto apenas, tratando de penetrar la espesura y el silencio de allá arriba. Termino de subir y me afirmo en el mundo superior.

Con su gruesa capa adherida de ramas y hojas, la portezuela queda disimulada en el medio del suelo irregular del bosque. Emprendo una caminata dificultosa, con el sendero descuidado y ganado en varios puntos por la foresta.

Oigo los sonidos crepusculares de este espacio cuyos grandes señores son los árboles, muchos imponentes en edad y porte, algunos caprichosos en su forma, las copas entretejiendo una cúpula que solo permite la visión ocasional del cielo en el atardecer.

Lo advierto incluso antes de que me llegue el rumor creciente, como si las criaturas del bosque en masa se hubiesen puesto en alerta. Lo veo de soslayo, en la penumbra, alto como los árboles, que va sorteando con lentitud. Detiene su avance. Llego a distinguir que gira su cabeza hacia mí. Aunque la poca luz me impide ver sus rasgos, un instinto ancestral me impulsa de súbito a la huida. El terror vuelve atlético mi cuerpo, que esquiva ramas y troncos y piedras invasoras del sendero.

Ya estoy frente a la puerta camuflada, que levanto en simultáneo al gruñido formidable a mis espaldas. Me niego a mirar mientras desciendo unos escalones y cierro la abertura. Tras bajar la escalerilla, en lugar de desandar el pasadizo, observo el hueco que hay hacia abajo, por donde se continúan los peldaños. Elijo seguir el descenso.

Alcanzo el piso inferior, donde una puerta se recorta en la pared, junto a la escalerilla. Al abrirla, me reciben gritos, andar de coches a caballo y algún instrumento musical, los sonidos callejeros propios de una ciudad extensa. Enseguida pasa, por la vereda donde emerjo, alguien que corre a paso torpe, un hombre desacostumbrado al ejercicio físico pero que ahora debe practicarlo para la fuga. Sus perseguidores aparecen doblando por la esquina opuesta hacia la que se dirige quien escapa y que aún los aventaja por más de cincuenta metros. En un instante identifico a los perseguidores. ¿Cómo desconocer la dupla del hombre alto, con gorra de doble visera, y su compañero, más bajo aunque no menos ligero? ¿Cómo resistir la tentación de sumarme a la caza, encontrándome más cerca del adversario que huye y –diviso– con un coche que lo aguarda en la esquina?

De modo que ya estoy acelerando hacia el objetivo, más veloz que él, acortando distancias, con zancadas de velocista porque casi ha llegado al coche. Entonces me arrojo hacia adelante para tomar sus piernas e interceptarlo. Mis brazos dan primero en el vacío y luego en la vereda dura, pero no tengo tiempo de sentir frustración o dolor, porque mientras pretendo levantarme siento un golpe y una confusión de cuerpos que ruedan: el detective y su compañero, que en su celeridad felina también estaban a punto de darle alcance al maestro del crimen, no llegan a esquivar mi cuerpo que se iba incorporando. Más precisamente, el detective se choca con el hombro de su compañero, quien se ha tropezado con mi espalda, todo el revuelo instantes antes del chasquido del látigo que hace salir disparado el coche por una calle estratégicamente menos transitada, con el pasajero tan buscado por la justicia muy seguro en el vehículo, hacia su destino secreto.

Con cortesía victoriana y estoicismo, el detective interrumpe mis disculpas y me tiende su mano de dedos finos, expertos en la lupa y el violín.

Mi huella en la historia detectivesca ha resultado deplorable: resuelvo con firmeza no volver a intervenir en asuntos ajenos a mi realidad.

Por eso cuando, una vez más en los pasadizos, doy con una portezuela demarcada en el piso, la elevo con cuidado y, recostado, estiro mi cabeza prometiéndome ser solo testigo. Sin embargo, lo primero que percibo en este nuevo universo es una detonación y un impacto a temible distancia, a la vez que observo cómo cientos de naves o drones o pájaros o lo que sea ponen rumbo hacia mí, algunos disparando rayos láser o misiles o flechas o lo que sea, todo en el marco de la bellísima noche espacial que no estoy en condiciones de apreciar, como si me hubiese asomado al espacio desde una nave, inmune a la falta de oxígeno pero tal vez no a la bienvenida armada de aquellos objetos voladores.

Cierro la escotilla de inmediato. Subo la escalerilla hasta el primer pasadizo, lo recorro agitado hasta el panel por el que ingresé a todo este laberinto secreto y sus aventuras. Lo abro y lo vuelvo a su posición.

Me hallo de nuevo en la biblioteca, en un sector recóndito, íntimo, donde rara vez me cruzo con otros lectores.

 

 

 

                            Diciembre de 2020

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