La perla de Zamora
LA PERLA DE ZAMORA
Viajando, arribamos y
experimentamos por fin ese sitio sobre el que hemos leído, ese edificio, esa
montaña, ese cuadro, esa comida, esa gente. La obra del artista genial, la
geografía deslumbrante, la construcción finalizada hace tres mil años.
Fascinados, disfrutamos lo que hemos anticipado en páginas y pantallas. O a
veces no tanto: los frescos están en refacción, el sendero permanece cerrado
por las últimas lluvias, el plato, bueno, no es tan rico.
También están los
momentos donde nos encontramos con algo inesperado, ignorado, que nos resulta
tan gratificante como lo que hemos ido a conocer, o incluso más. ¿Serán estas
vivencias, menos célebres, a veces secretas, las de magia superior en un viaje?
Nací en Lomas de Zamora,
provincia de Buenos Aires, República Argentina. María, mi abuela paterna, era
oriunda de Zamora, provincia de Zamora, Reino de España. Por eso, cuando hice
un curso de seis meses en Madrid, me propuse conocer esa ciudad a orillas del
río Duero.
Para tener una idea de
la impresión que causa una ciudad como Zamora en un argentino que vive cerca de
la ciudad de Buenos Aires, hay que tener presente ciertas realidades espaciales
y temporales. Las primeras, de índole geográfica, se relacionan con el relieve:
enclavada en plena llanura pampeana, mi ciudad está a cientos de kilómetros de
una elevación del terreno mayor a los diez metros. Las segundas apuntan a una
realidad histórica: mi ciudad, hace doscientos años, no estaba en la llanura,
sino que era pura llanura, porque no
existía. Consecuencias: uno se acostumbra a andar por calles sin desniveles y a
ver edificios de, como mucho, poco más de cien años.
Por lo tanto, uno llega
a un sitio como Zamora y se da un banquete de arquitectura y objetos antiguos,
además de las calles irregulares, que suben, que descienden, que describen
curvas, rincones y muros medievales, bajadas deliciosas hacia el Duero. Algunos
proclaman esta ciudad “la perla del Duero”. No conozco, como para establecer
comparaciones, todas las poblaciones bañadas por el Duero. Y no puedo evitar
ser subjetivo: es, después de todo, la ciudad de la infancia de mi entrañable
abuela. Pero desde ya que apruebo esa denominación que la destaca.
Por supuesto que gocé de
estas vistas, porque las imágenes adelantadas por Internet en exploraciones
virtuales jamás pueden competir con recorrer el sitio, pisar sus aceras, estar
inmerso en la ciudad y con la brisa de mayo en la cara. Sin embargo, la mayor
felicidad me la depararía el restaurante con vista al río que elegí no por
recomendación sino por la fachada añosa, para seguir celebrando el sabor a
antiguo que me rodeaba en la comarca de mis antepasados.
El descubrimiento empezó
con los primeros bocados del arroz a la zamorana, tal vez ya desde su aroma,
como algo proveniente no tanto del plato que tenía ante mí y que rebosaba de la
comida ilustre de la región, sino de un pasado lejano, recuerdos sensoriales de
la niñez que se iban despertando luego de décadas y cuyo protagonista era la
comida pero sobre todo quien la había elaborado: mi abuela María.
Algún ingrediente, algún modo de
elaboración o algo más misterioso unía el arroz humeante frente a mí con
aquellas preparaciones, ricas en dedicación y cariño, que llevaba a cabo mi
abuela, desde cuya pequeña cocina partían los guisados, las tortillas, los
buñuelos reverenciados por la familia. Embriagado por esa combinación de
sabores y memorias, vencí la inhibición y pedí conocer a la persona que había
cocinado el arroz.
Cuando la camarera, indulgente con
mi solicitud, me acompañó a la cocina y me presentó a doña Mercedes, no pude
disimular mi asombro. Otro peinado, por supuesto. También otra ropa y otro
delantal. Pero esa cara, esa voz, esas manos diestras en la mesada, eran las de
mi abuela.
No hubo que indagar mucho en la
genealogía: doña Mercedes, a cargo de la cocina del restaurante hacía cuarenta
años, era la sobrina menor de mi abuela, con quien compartía rasgos físicos y
el don de deleitar con sus comidas.
La abuela María nos dejó
hace más de treinta años. Aquel encuentro, perla del viaje, tuvo algo de
reencuentro mágico con ella.
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