Las cosas de la casa
La historia, luego desconcertante, empezaba bien, con la llegada de Marcelo a la vieja casona que parecía construida para el terror, diseñada por un arquitecto o un dueño amante de películas del género. Daba esa impresión a plena luz del mediodía, como prólogo al escenario en que se podía convertir durante los temores de la noche. Pero la mente de Marcelo prefería inclinarse hacia las ventajas prácticas del caserón, como el precio moderado.
Pasaron
las primeras jornadas con la normalidad laboriosa de desembalar y acomodar una cantidad
de objetos que parecía multiplicarse, los objetos de todo tamaño y peso y forma
que componían su patrimonio doméstico. La biblioteca permaneció unos días dispersa
en cajas, aguardando volver a reposar como una serie prolija de lomos verticales.
A la noche, Marcelo daba por concluida su labor de acomodamiento y, en el silencio
y la quietud, disfrutaba de un par de copas de vino, un habano ocasional, en su
nueva casa cada vez más prolija, con sus cosas asentándose en ella. Hasta que se
retiraba a su dormitorio, donde el sueño profundo llegaba sin demoras.
Tardó
un mes en conocerlo, un rumor expuesto por un vecino con escaso interés en la discreción,
o con una preferencia por la fábula. Antigua, señorial, la casa tenía un secreto.
Nunca comprobado con certeza, nunca una evidencia imposible de refutar, pero presente
en su misterio. Y mientras escuchaba al vecino, Marcelo se preguntaba si el secreto
se encontraba realmente en su nueva casa, en la cabeza de ese hombre o en la del
antiguo dueño. Escudriñando los gestos de su interlocutor, su aspecto, su tono,
también se preguntaba la intención que lo llevaba a revelar aquello, si era el simple
descontrol de alguien indiscreto, si era una advertencia, si deseaba atemorizarlo.
De paso, se dijo, iba conociendo a la persona que vivía a su lado, mientras esta
se refería al fantasma.
La
casa, de algo más de cien años, había pertenecido por más de veinticinco a un adinerado
personaje local, heredero de una compañía que poseyó los seis meses que le llevó
venderla, porque aseguraba no estar hecho para el liderazgo de una empresa, sino
para el ocio permanente. Se levantaba puntualmente al mediodía, aunque se acostaba
a los horarios más diversos, desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana,
según la circunstancia que lo tenía ocupado. Fue una celebridad en la zona, excéntrico
e infantil, de comportamiento heterodoxo pero querido por todos. De su biblioteca
bien nutrida parecía emanar un mundo imaginario que a veces parecía atraerlo a sus
dominios. Cuando llevaba un par de años habitándola, generó el rumor de que en la
casa no estaba solo: gozaba de la compañía de una presencia fantástica. Típico de
su estilo, lo contaba de manera cándida, como si la aparición fuese la de una mascota
y no la de un ser imposible. Con ese modo de relatarlo también ganaba la incredulidad
de muchos, quienes sabían de sus extravagancias y no descartaban que todo fuese
una invención o un juego de su mente. Real o ficticia, la historia era la de una
figura etérea, fugaz, entrevista en algún rincón de la casa.
Marcelo
tenía la convicción de que la figura etérea y fugaz no era más que una creación
de su precursor. El matrimonio que vino luego a ocupar la residencia nunca manifestó
algo semejante, aunque nadie tenía la certeza de que no estuvieran ocultando un
hecho cuya difusión siempre podía causar estupor o burla, y aun desvalorizar la
propiedad.
Ahora
era el turno de Marcelo de habitar la casa, de vivirla. Sobre todo en esos estos
días, cuando los movimientos de mudanza iban acabando, había más tranquilidad y
quietud, y podía oírse el silencio de la casa. Aunque a Marcelo le gustaba tener
música de fondo, ver películas, series, de modo que los parlantes rara vez dejaban
de emitir sonidos, y menos en estos días, que estaba estrenando un nuevo sistema
de audio.
“Como
yo”, se dijo Ezequiel, quien también estaba gozando de la alta fidelidad de un equipo
flamante. Tal como le habían augurado, la sensación al escuchar las grabaciones
era que los músicos se habían trasladado con sus instrumentos a su casa para darle
un concierto privado. Más tarde, volvería a disfrutar de esos sonidos, pero, por
el momento, continuaría con la lectura.
En
la oscuridad nocturna de la casa, atendía al silencio. Intentaba familiarizarse
con los ruidos nuevos, empezar a conocerlos. La casa tenía un funcionamiento independiente
de él, previo, antiguo. En cierta forma, era un ámbito que lo estaba recibiendo,
alguien que se disponía a alojarlo. Tendría sus secretos que él iría develando,
como en este momento el silencio y los sonidos, casi todos tenues, lejanos, transportados
hasta su oído por juegos de acústica. Allí, desde la cocina. No, ¿tal vez del living?
Aquel otro, en la habitación que por ahora era depósito. Acostado, en los momentos
previos a dormirse, Marcelo escuchaba.
Demorada
por su mente racional, una tenue inquietud postergó su sueño una noche. No había
asociado hasta ahora aquellos ruidos esporádicos con las palabras de su vecino indiscreto.
Hacerlo significaba abrir una posibilidad inaceptable. Y sin embargo, en la noche
profunda y la casa grande, de la misma manera que las sombras borraban los definidos
contornos de las formas iluminadas durante el día, los esquemas rígidos de la realidad
parecían perder su nitidez. Hoy Marcelo escuchaba, pero la intención de conocer
los ruidos como parte de su nuevo hogar había perdido algo de calidez, sustituida
por una perturbación incipiente e irracional, estimulada por el rumor y la noche.
Ahora Marcelo recordaba al vecino mientras… Un chasquido. ¿Proveniente del altillo?
Bien alerta, totalmente despierto, esforzándose por escuchar más allá del silencio
y de los latidos acentuados de su corazón.
Un
mes atrás, probablemente ni siquiera hubiese notado el ruido débil, pero en este
momento no solo oía: también se inquietaba. Hasta sentía el impulso de levantarse
e ir hacia el altillo. La cara y la voz del vecino lo acompañaron, insistentes,
el minuto que demoró en dejar la cama rumbo al pasillo y desplegar la escalerilla
que conducía a aquel ambiente superior destinado a guardar objetos. Subió con cautela.
Encendió la luz, cuya llave estaba junto a la abertura, de modo que mientras emergía
en el recinto, su vista iba recorriendo las cosas múltiples que se habían acumulado,
algunas tapadas por sábanas fantasmales: un sillón, una lámpara de pie, el proyector
de diapositivas del tío abuelo. Simplemente esas cosas, algunas viejas, otras no
tanto, otras antiguas, de décadas, aun un siglo, anteriores a su nacimiento. Pero
ningún sonido ni movimiento, todo apaciblemente en su lugar, todo normal.
Acaso
no tan normal. Una palabra en un texto, pero sumada a otras de unas páginas atrás.
¿Cuál era el resultado de esa combinación, o qué significado le daba él? Porque
la suma no parecía mucho, pero su perturbación, aunque leve, era innegable. Los
parlantes y el proyector de diapositivas. Ezequiel tenía un sistema de audio recién
instalado y también tenía, también tenía, un proyector hacía tiempo guardado que
había pertenecido a su tío abuelo. Entonces, como a Marcelo, ahora parecía que el
vecino hablador le susurraba a él que sucedía algo inusual.
Pero,
luego de unas horas que fueron diluyendo la inquietud, prefirió seguir leyendo.
Los
días siguientes, primaverales y soleados, favorecían noches de sueño apacible, ajeno
a ruidos extraños. “La luz que aleja a los fantasmas”, pensó Marcelo mientras se
dedicaba a la jardinería en su parque, rodeado del espectáculo de las flores, que
componían una espléndida paleta en su mejor momento del año. Por eso, cuando a las
dos o tres semanas se encontró preguntándole a otra vecina sobre sucesos fuera de
lo común ocurridos en la casa, no fue por haber oído nuevamente algo, más allá de
la voz insistente de su propia curiosidad. Esta mujer parecía bastante más discreta
que su informante anterior, un signo que, para Marcelo, aumentaba su confianza en
el testimonio.
–Bueno,
nunca se confirmó nada –empezó la respuesta–. Cosas que decían algunos. Yo nunca
lo creí mucho.
La
señora calló, como instándolo a que la autorizara para continuar porque no se hacía
cargo de lo que seguía. Entonces él insistió:
–Cosas
que decían, claro. ¿Por ejemplo?
–Y…
que su dueño contaba que su casa estaba medio embrujada. Que oía y veía algo. Como
un fantasma. Que algunas noches veía como una figura humana deambular por la casa
–hizo una pausa y fijó un momento la vista en sus ojos–. Pero mirá, también decían
que a este hombre le encantaban las historias de aparecidos, y también que era un
tipo raro, así que no sé hasta dónde había que creerle.
–¿Y
otras personas que vivieron ahí? ¿Alguno contó algo?
–Justo
lo que te iba a decir. No, nadie. El matrimonio que vino después nunca comentó haber
visto algo raro. Y a ellos yo los conocí y te aseguro que eran dos personas centradas.
Esa
noche se acostó sin dudar de que su casa era tan normal como cualquiera. Y no solo
porque no había un espectro al acecho, sino porque todas las casas eran normales,
normales en el sentido de que no existían los espectros. Tal como siempre lo había
sabido su mente lógica, hasta que la sugestión por un rumor y un par de ruidos habían
provocado que su razón vacilara como pocas veces, y quizás también como consecuencia
de hallarse en un entorno nuevo y con un diseño estimulante para fantasías absurdas.
Se quedó dormido enseguida.
Hasta
que a las tres y media de la mañana se despertó con dos sensaciones: un frío sorprendente
para los días templados que transcurrían y la de haber oído algo. La comodidad y
la certeza con que se había acostado se derrumbaron en ese instante como una torre
de pequeños bloques de plástico arrasada por un manotazo. Se levantó e ignoró el
frío: no era el momento de ponerse una bata. Era el momento, se dijo, de que se
le manifestara el secreto de la casa, aunque fuera presentándose de manera incomprensible,
pero con la confirmación de que allí había algo. La primera mirada fue al abrir
la puerta de su habitación, que daba a un largo pasillo tenuemente iluminado: un
atisbo, un posible atisbo o su imaginación, al final del pasillo, desapareciendo
tras la pared, ¿una fosforescencia?
El
terror le paralizó cada músculo, excepto el corazón, que comenzó a latirle en un
desenfreno de martillazos reverberando en las sienes. Su cuerpo aún no le respondía
cuando pretendió atravesar el pasillo con la intención de observar, de modo que
permaneció mirando hacia adelante, hacia la imagen del cuadro colgado al final del
pasillo, un castillo que se levantaba sobre un promontorio frente al mar.
Inmóvil
por esa sensación de quiebre de la realidad, de intrusión en lo cotidiano y conocido
y posible, el mundo permeable a algo diferente, eso era lo que no le permitía el
movimiento y lo detenía en su intento de indagar más allá. El castillo que se levantaba
sobre un promontorio costero, la pintura al final del pasillo. No la forma pálida
entrevista, sino el detalle inocuo, la imagen del cuadro, una roca sobre una roca
junto al agua, similar en la descripción, idéntica en su imaginación, a su propio
cuadro al final de su pasillo, a metros de donde estaba ahora leyendo. El castillo,
un ámbito ideal, también, para ser recorrido por espectros, durante las noches de
vendaval y mar embravecido. Ahora formando parte de un pequeño pero más que sugestivo
conjunto de tres unidades: los parlantes, el proyector, la pintura. Pocas, pero
exactas; suficientes para que, en su mente, traspasaran el límite de la coincidencia
y se adentraran en ese terreno impreciso de lo misterioso. Los parlantes, el proyector,
la pintura. La presencia de los parlantes nuevos era llamativa pero posible; añadiéndole
el proyector del tío abuelo, más extraño pero aún posible; sumándoles la pintura,
imposible.
Tan absorto estuvo en sus cavilaciones que no recordó haber cerrado y dejado el libro donde estaba ahora, sobre la mesa baja junto al sillón. El volumen, investido por las sugerencias del texto, se había convertido en algo diferente. Al alcance de su mano, en ángulo con respecto al borde de la mesa, ese conjunto de hojas impresas y tapa dura emanaba un poder singular. Único entre todos los que había leído en su vida: no solo una ficción acaso fantástica, sino una realidad acaso fantástica. A la vista de reojo, con su tapa de letras e ilustración sobrias, parecía un objeto solo capaz de procurar inquietudes imaginarias, y no un transgresor del mundo real. Se sintió extrañamente bajo ataque, porque la enumeración lo involucraría a él o a unos pocos más, pero tal vez solo a él. Aunque había otro derrotero posible, mucho más alienante, de pesadilla. Él, lector, se encontraba frente a una enumeración de tres objetos, simple y atemorizante a la vez por el peso de la coincidencia que no lograba ignorar. ¿Reservaba el texto otros signos para otros lectores, otras series de cosas o hechos que experimentaban sus vidas? ¿Generaba, a través de determinados pasajes, un desconcierto particular en cada uno que se adentrara en esas páginas?
Entonces decidió que dejaría de leer esa obra. Tal vez más adelante la retomaría, se dijo. Pero enseguida se dio cuenta de que esa incertidumbre era un engaño a sí mismo: nunca sabría lo que ocurre en la casona o con su dueño. Era un leve consuelo intuir que lo mismo les sucedería a las otras personas lectoras de este texto.
Claro que nos sucede lo mismo. Marcelo es un cobarde. Quiero conocer al fantasma.
ResponderEliminarGracias por leer, Valeria! Cruel este Marcelo, que nos trunca la lectura.
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