El regalo

El niño corre por la playa en un espléndido día soleado. Ríe, y en la tienda improvisada, su padre, acompañado por su esposa y sus servidores, ríe también. El hombre se incorpora para acercarse al pequeño y elevarlo en sus brazos fornidos. Al bajarlo, lo toma de la mano y corre con él hacia el mar. Corre a pasos cortos, de modo que su hijo de seis años, que no deja de reír, pueda seguirlo. Juntos se internan en el agua. El padre siente cómo disfruta el pequeño, al que ahora sostiene por la cintura. Oye los gritos de la madre, que se ha puesto de pie en la playa, pidiéndole que tenga cuidado, como nunca deja de hacer cada vez que repiten esos baños de mar. Las olas los golpean sin violencia. Permanecen unos momentos allí, mecidos por la corriente, hasta que el adulto, cargando a su hijo y venciendo la resistencia del agua, vuelve a la playa. En la orilla, el padre se detiene para levantar al niño lo más alto que sus brazos le permiten.

–¿Te gustó? –le pregunta.

–Mucho, papá, mucho. ¿Cuándo volvemos? –quiere saber el pequeño.

–Muy pronto –le asegura el padre, antes de girar y girar sobre sí mismo para el delirio de su hijo, que da vueltas en lo alto.

Y tomados de la mano, bajo el magnífico cielo azul, se reúnen con la mujer. Ya es hora de marcharse, porque el hombre debe atender sus asuntos. A una indicación suya, los servidores comienzan a desmontar la tienda.

 

El niño se encuentra en su cuarto, jugando, rodeado de unas cuantas figuras de madera tallada. Pequeñas réplicas de cinco guerreros, un pastor, ovejas, un perro y una embarcación forman ese mundo reducido que él gobierna. Para él, este universo en miniatura es lo que importa, no las cuestiones aburridas y sin sentido que se desarrollan más allá de la entrada de su dormitorio, a las que se dedica la gente grande. Pasa horas manipulando sus figuras, entretenido y concentrado en los sucesos inventados. Imita las indicaciones del pastor, el balido de las ovejas, los ladridos del perro, los gritos temibles de los guerreros, el choque de las armas. Así va creando historias.

La embarcación resiste la inclemencia de un mar tormentoso.

Las tres ovejas comienzan a avanzar a medida que el pastor, junto con el perro, las exhorta, porque ya se han detenido demasiado tiempo.

Los guerreros, con sus espadas y sus escudos, se encuentran en una larga batalla que demanda todo su coraje y su destreza.

¿Cómo pueden importunarlo a veces para decirle que vaya a comer, o aprender una lección, durante estos trascendentes acontecimientos? Pero le han enseñado a respetar la voluntad de los mayores, quienes rara vez ceden ante sus caprichos. Por lo tanto, el curso de los hechos deberá interrumpirse y reanudarse más tarde.

Sus padres están sorprendidos, y también orgullosos, por el ingenio del pequeño para imaginar los escenarios y las acciones que protagonizan sus héroes de madera. En una oportunidad, el niño estaba reproduciendo una negociación entre dos jefes rivales representados por los soldados, cuando, creyendo oír un ruido, miró hacia la entrada de su cuarto. Allí estaban sus padres, observando y escuchando. Su madre sonrió, avanzó y acarició la cabeza del pequeño mientras decía que la historia era muy atrapante. Su padre, experto en ese tipo de diálogos, le preguntó quiénes eran los contendientes, por qué luchaban, qué negociaban, qué ocurriría luego. Más tarde, él y su esposa comentaron aquella conversación imaginaria, signo de la capacidad asombrosa del niño que, tan chico, podía elaborar esas argumentaciones y frases persuasivas.

Hay una persona que contribuye a materializar la fértil imaginación del pequeño: el anciano que convierte los bloques de madera en los juguetes tan queridos. En sus manos sumamente hábiles, con la ayuda de algunas herramientas y con paciencia, ese material se va transformando poco a poco hasta alcanzar la forma deseada. Toda su vida ha estado al servicio de la familia del niño. En su juventud, ha trabajado para el bisabuelo. Ama al pequeño, y una de las cosas más gratas de su vejez es ese rostro infantil colmado de felicidad cuando le regala una nueva artesanía, seguido de un fuerte abrazo de gratitud.

Hace unos días comenzó su nueva obra para el niño. Con las herramientas fue cortando, tallando, dándole el contorno buscado, quitando rebordes, puliendo, hasta lograr una figura impecable, tal como su mente la ha vislumbrado. Trabaja la madera con el doble estímulo del placer por el oficio y el enorme afecto por el hijo de la antigua familia a la que está vinculado desde tanto tiempo atrás. A veces se queda hasta altas horas dedicado a la labor tenaz. A esta pieza le ha dado una característica diferente a las anteriores.

Ahora, casi a medianoche, luego de observarla desde todo ángulo y palparla, decide que ha terminado. Tiene la misma sensación de regocijo de décadas pasadas, el sentimiento de que con su trabajo ha creado algo, ha agregado algo al mundo; son los instantes de la celebración a solas de un pequeño triunfo.

A la mañana siguiente se dirige al cuarto del niño, cuya cara resplandece al darse cuenta de que el artesano trae algo escondido tras la espalda. Sin cambiar palabras, se incorpora y va ansioso hacia él, quien le entrega el regalo. El pequeño toma su nuevo objeto contemplándolo con fascinación, mientras el artesano disfruta de la expresión del niño. Sus manos sostienen un pequeño caballo, hecho a escala de las demás figuras de hombres y animales de madera que hay en esa habitación. Deja su flamante juguete para abrazar a ese anciano querido. Aún no han cruzado una sola palabra. Es un momento de profunda alegría para ambos.

–¡Gracias! –exclama por fin el pequeño.

–¿Te gusta?

–Sí, mucho. No tenía un caballo.

–Ya lo sé, por eso lo hice –dice el artesano–. Pero este no es un caballo cualquiera. ¿Lo mirante bien?

El niño se muestra sorprendido y niega con la cabeza. Tomando la réplica, inicia su inspección, serio y concentrado. Nota que, casi imperceptibles, unas ranuras forman un rectángulo en la panza del animal. Hay una estrecha hendidura, donde coloca su uña para tirar hacia afuera, porque ya imagina qué es. Se abre una delicada compuerta, quedando así al descubierto un pequeño espacio hueco.

–Para que guardes cosas chiquitas –le informa el creador de la obra, quien no se ha perdido detalle del gesto cambiante del niño mientras observa, busca y descubre. Este, luego de contemplar unos momentos más el caballo, dice:

–¡Es muy lindo! ¡Voy a mostrárselo a mis padres! ¿Vamos?

–Oh, pero tus padres ahora deben estar ocupados. ¿No tenía tu padre una reunión? ¿Por qué no ir para más tarde?

–No importa, que pare la reunión –propone firmemente el pequeño, convencido de que su nuevo juguete es mucho más importante.

–¿Cómo va a interrumpir...? –y deja de hablar, puesto que el niño ya ha comenzado a correr por el pasillo en busca de sus padres. Satisfecho por haber generado ese entusiasmo, el artesano regresa a su taller.

Custodiando la puerta de la sala, los guardias armados con lanzas y espadas ven venir brincando al hijo de su señor, que se encuentra celebrando un encuentro con doce terratenientes. Cuando el padre nota que las cabezas de sus interlocutores giran en una misma dirección, también él mira hacia allí. Su hijo se acerca, ahora con paso más lento, con un objeto en la mano, claramente dirigiéndose hacia él. Disgustado, extiende el brazo señalando la entrada, un gesto que el pequeño comprende de inmediato y se apura a obedecer. Porque dos veces su padre le ha dicho que, mientras no sea necesario, no debe distraerlo cuando se encuentra trabajando. La primera vez le explicó, con suavidad y paciencia, que no podía atenderlo en esos momentos porque se trataba de asuntos que no podían esperar. A los pocos días tuvo que comunicárselo de nuevo, de forma más severa y directa, luego de una interrupción de parte del pequeño para pedirle que fueran a nadar, mientras él estaba dialogando con dos consejeros. Tal vez recordando aquello, el niño ahora ni siquiera pronuncia una palabra ante la autoridad de la indicación y la mirada paterna. Se limita a hacer caso.

De vuelta en su habitación y un poco disgustado porque su padre no lo ha escuchado, el pequeño se sienta en el piso para jugar y admirar su nuevo juguete. Enseguida olvida el enojo. Hace cabalgar la figura de madera por todos los rincones de la pieza, cada parte como un terreno nuevo que va explorando. Guiado por su mano, el caballito galopa por la planicie del piso. Una almohada se convierte en una colina que su caballo brioso logra subir sin dificultad, hasta alcanzar la cima, desde donde domina todo el mundo de la habitación. Va conociendo e integrándose a los objetos que lo rodean. Su dueño les presenta al pastor y a los soldados, con los que comienza a compartir aventuras. Ayuda al pastor a conducir las ovejas, lleva fielmente a un guerrero, corre con el perro. No siempre es dócil: en ocasiones el niño debe calmarlo con una caricia y palabras suaves. Cada tanto, el pequeño abre y cierra la tapa inferior, sin ocurrírsele todavía qué guardará allí.

Los días siguientes también lleva al caballito al soleado mundo fuera de la casa. Lo hace trotar por la arena de la playa, donde lo remoja el mar cuando se acerca a la orilla. Al encontrar un caracol lindo piensa en el primer uso que le dará a ese espacio hueco en el interior de la artesanía. Allí lo dejará hasta que, como hace a veces con los caracoles que elige, se lo regale a su madre. Hace ascender a su juguete por rocas como si fueran montañas. Lo lleva a andar por los prados donde pacen las numerosas ovejas de la familia y el pasto es tan alto para su caballo que casi lo cubre. Incluso lo coloca sobre el lomo peludo de una oveja, imaginando una aventura sobre un monstruo gigante, hasta que la oveja se cansa y, con un balido de queja, los abandona. Y a la noche, esos primeros días, se va a la cama con su nuevo juguete.

 

A medianoche, en una de las tiendas del vasto campamento del ejército, el hombre, inquieto, no logra dormir. Hace días que algo en su mente no le permite descansar como de costumbre: siente que aún no ha cumplido con su deber. Un deber que nadie le ha asignado, sino que se lo ha impuesto a sí mismo. A pesar de todas sus hazañas en el campo de batalla, a pesar de toda la valentía que ha demostrado durante la larga guerra, se siente obligado a un acto más, el acto grandioso y definitivo que todo su bando ansía. Pero no sabe cómo hacerlo, porque no basta con el valor ni con la destreza física. Aquí el arma debe ser el ingenio.

Por eso, el guerrero se revuelve en su lecho sin paz.

Abrumado por esa responsabilidad, trata de desviar sus pensamientos hacia los seres amados que lo aguardan en su tierra. Piensa en su esposa y en su hijo, y sonríe en soledad. También intenta refugiarse en los recuerdos, no solo los de aquello que dejó cuando partió hacia la guerra, sino los anteriores, los lejanos. Repasa las memorias de su infancia, aquellos días de sol sin término, aquellos deleites de su niñez, su pequeño mundo. Sus juegos y sus juguetes.

Sus juguetes. Las figuras de madera que el artesano le fabricaba con tanto cariño. El favorito, el caballo de madera con su espacio hueco en el interior. Aquel regalo inolvidable.

Y de pronto, se le ocurre la posible solución del problema que lo atormenta. Abrumado por la imagen que se ha formado en su mente, ya está de pie, vistiéndose a toda prisa. Siente una especie de vértigo cuando trota por el campamento, bajo la mirada sorprendida de los centinelas, rumbo a la tienda del líder de aquella inmensa coalición para transmitirle su idea.

 

Bajo el sol de la mañana, la arena brilla en las playas de la isla. El padre y el niño avanzan de la mano por la orilla, chapoteando el agua. En la otra mano, el pequeño lleva el juguete querido. Le pregunta a su padre, por cuarta vez desde que se lo presentó:

–¿Te gusta mi caballito, papá?

Y Laertes, el rey de Ítaca, riendo por la pregunta repetida y levantando a su hijo en sus brazos poderosos, responde:

–Me encanta, pequeño Ulises.

 

2002

(Año y medio después, en 2004, voy a ver la película Troya y me encuentro con una idea similar —a Ulises, en esta versión de cine, se le ocurre el ardid del caballo luego de ver uno de juguete—, que solo hubiese podido robar viajando en una de mis queridas máquinas del tiempo. Aclaro, para que no se me venga de Hollywood el juicio por plagio).


Comentarios

  1. La descripción del niño jugando es tal cual... parece verlo a mi hijo.

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  2. Muy linda historia pero... Y si Hollywood entró en tu mente para robarte la idea??? 😱

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  3. Lindo cuento. Creo ciegamente en su autenticidad ;)

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