En el punto señalado


 

Otra cruz. La marca era similar a las dos anteriores, también pintada con dos trazos rojos en un poste de iluminación. “Algún tipo de señalización de los postes”, se dijo Ignacio cuando encontró una nueva cruz, la cuarta, en otra esquina.

Su mente inquisitiva, en la tarde ociosa, le había propuesto continuar tras el hallazgo de la segunda marca, deambulando por el centro de la ciudad y su bullicio. Se imaginó el único en la empresa de la observación de postes para descubrir dos líneas rojas cruzadas. Por momentos indagaba en las caras de los otros peatones si su comportamiento generaba una mirada de extrañeza. Nadie parecía demasiado interesado en su solitaria tarea de avistaje, con ojos enfocados a cierta altura, como otras veces que inspeccionaba por curiosidad aquellas partes de las edificaciones ubicadas por encima de la línea habitual de la mirada durante el trajín citadino, cuando la vista utilitaria se eleva solo para comprobar el verde o el rojo de un semáforo.

Con los ojos entrecerrados, distinguió la quinta cruz desde unos cincuenta metros.

Ignorando si había finalizado o si faltaban cruces por reconocer, entró en un bar y pidió un café antes de dibujar en un papel un plano rudimentario, sobre el que trazó las cruces descubiertas para verificar el mapa delineado previamente en su cabeza. Reflexionando entre la lógica y lo lúdico, rechazó la explicación de que los signos formaban parte de una obra pública. Se trataba de un juego, como había sospechado: las cinco cruces diseñaban a la vez la forma de una cruz mayor, una cruz de cruces, cuyo símbolo central, la intersección, indicaría el punto donde se encontraba algo, ¿verdad?

¿Pero quién se tomaría el trabajo de marcar y señalar así un sitio? ¿Y para qué destinatario? ¿Uno en particular o, como botella al mar, para el primero en dar con el mensaje?

Desde luego que seguía la tarea de volver a la esquina del centro del diagrama, con la ansiedad que le provocaba la posibilidad de que otro ya lo hubiese hecho. Guardó su plano rústico, salió, caminó las cinco cuadras sintiéndolas territorio nuevo a pesar de las veces que las había transitado, parte de un esquema desconocido y elaborado que se superponía al paisaje urbano familiar. Al llegar a la esquina marcada, clavó la vista en esa cruz central, el punto de partida, tal vez, de una búsqueda y de un descubrimiento.

“¿Deliro?”, se preguntó, pero, apartando su escepticismo, siguió.

Observó qué había en esa esquina, porque tuvo una primera conjetura: la cruz podía estar mostrando en cuál de las edificaciones más próximas se hallaba el indeterminado objeto de la búsqueda.

Con un edificio de departamentos en cada una de ellas, ni esa ni las otras tres esquinas eran promisorias para una búsqueda. No obstante, un kiosco de diarios en la vereda opuesta invitaba a una pesquisa humilde, con escasas expectativas. Cruzó la calle ensayando las palabras que dirigiría a la canillita que acomodaba unas revistas.

–Buen día. Vengo por… la cruz del poste.

–¿Cómo? –preguntó la vendedora.

–La cruz del poste –repitió Ignacio, desechando ya que en ese puesto hubiesen advertido la existencia y menos el significado de la cruz pintada.

–No me suena –respondió con cara extrañada la mujer–. ¿Es una revista?

–Una revista nueva sobre casos misteriosos –inventó Ignacio como escape de la situación.

–Ah, es nueva, por eso –había alivio y buena predisposición en su tono–. No la tengo, pero ¿quiere que le averigüe si me la pueden traer?

Luego de rechazar la oferta amablemente y adivinando una mirada inquisidora de reojo desde el kiosco, volvió a la esquina del poste señalado. Inspeccionó las baldosas del piso, que a pesar de carecer de peculiaridades, imaginó picado y excavado por él mismo una madrugada antes de la detención por vandalismo en la vía pública. Del piso fue examinando el poste hacia arriba, pasando por la cruz, hasta la lámpara que daba luz nocturna a la calle. También se pudo ver sentado en la sección horizontal del caño grueso, sin poder visualizar aún el medio disponible de ascender hasta esa altura, y desarmando el enorme foco luminoso –otra tarea de éxito dudoso–, arriesgándose a la celda, la caída o la electrocución. Absurdos de una situación absurda.

Sin embargo, le activó una tenue alarma interna un detalle antes pasado por alto: un escueto cartelito de papel que, adherido a la superficie curva del poste a unos veinte centímetros debajo de la cruz, contenía la palabra “Reparaciónes” –tilde incorrecta incluida –y un número de teléfono. Veía ese acento fuera de lugar menos inapropiado que estimulante, como la reafirmación de que, en efecto, ese era el punto indicado.

            ¿Era esa, entonces, la referencia de la flecha, un contacto telefónico?, se preguntó mientras marcaba en su celular. Al oír la grabación que le negaba la existencia de ese número, se concentró hasta dar con una alternativa, que esperó a la medianoche para ejecutar.

Envió un mail a ciertas direcciones que el cartel le sugerían: “reparaciones” seguido del número telefónico y luego la arroba precediendo opciones de los servidores más usuales. Para el mail que envió, exactamente a medianoche, a esa dirección, eligió un texto enigmático como la situación en que el supuesto destinatario lo había colocado: “X”. Solo esa letra, que a la vez era símbolo, bastaría para quien le proponía este juego.

Aguardó haciendo zapping y revisando el correo compulsivamente, hasta que, pasadas las dos de la mañana y unos cincuenta fragmentos de cualquier tipo de género televisivo, se acostó y se durmió rápido pero por el auxilio de una pastilla.

Horas más tarde, lo primero que hizo al despertarse y todavía sin levantarse, fue tomar el celular y chequear la casilla, en vano. También en el viaje a la oficina, en la oficina, en el viaje de regreso a su casa, en su casa: varios correos nuevos, ninguno el esperado. Esa noche, la distracción mientras revisaba el mail fue a través de la música y cierta dosis de whisky que lo durmió un rato en el sofá. Lo despertó su propio ronquido pasada la una. Tanteó el piso hasta alcanzar el celular y se frotó los ojos. Había entrado un mensaje a las 12 de la noche en punto, el mismo horario elegido por él para el envío, veinticuatro horas exactas después. La adrenalina sustituyó el sopor de golpe: interpretó esos guiños de medianoche como señal de que el emisor, aunque todavía anónimo, era quien él esperaba.

            El contenido no lo decepcionó. No había texto pero incluía una imagen satelital de una población y sus alrededores, y –una vez más –una cruz roja marcando un punto en la imagen. Aparentemente, una edificación a un par de kilómetros al oeste de un pequeño pueblo cuyo nombre, según la imagen, era Miavila. La típica hilera de árboles unía un camino secundario con el sitio que el símbolo rojo singularizaba.

Esa fotografía digital con una cruz equivalía a la versión actualizada de un mapa del tesoro, como en cierto modo también había sido un mapa de ese tipo su dibujo rudimentario en la servilleta del bar representando las calles aledañas. Ese emisor incógnito había entablado el diálogo y había redoblado la oferta del juego. Al minuto, Ignacio había obtenido la ubicación del pueblo, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la ciudad y con una población de 1850 habitantes según el último censo. Lo localizó en la aplicación de mapas, interesado sobre todo en el predio señalado para indagar qué tipo de edificio lo ocupaba. Como siempre al acercar la vista aérea, la imagen perdía nitidez: tal vez el casco de una estancia, tal vez la casona de una quinta. Se propuso ir el domingo siguiente, a la hora de la siesta, momento apto para un accionar discreto.

            Con la luz del día y la realidad cotidiana de la mañana siguiente, decayó su entusiasmo y aumentaron los planteos internos acerca de la sensatez o la cordura de la futura exploración dominical. ¿Qué clase de individuo dejaba aquellas señales para que un seguidor anónimo recogiera la propuesta? ¿Un excéntrico bienintencionado o lo opuesto?

            Por dos días los platillos de la balanza se fueron alternando entre viajar al interior y olvidar el desafío para sustituirlo por cualquier actividad normal de domingo. El sábado a la noche confirmó a unos amigos que asistiría al asado del día siguiente, pero el domingo, a la una del mediodía, minutos después de activar el GPS, los volvió a llamar para excusarse: su curiosidad se había impuesto.

            En las dos horas y media de conducción, que lo llevaron desde los edificios abigarrados hasta las casas bajas y luego la llanura ilimitada, circulando primero por avenidas, por una ruta nacional y luego una ruta provincial, su determinación no flaqueó. Repasó lo planeado, hurgó por nuevas ideas mientras escuchaba música muy suave que no lo distrajera.

Pasó el cartel de vialidad con las distancias a tres ciudades: para la última, Miavila, faltaban 2 kilómetros. Enseguida, otro cartel verde que decía solo “Miavila” anunciaba la llegada al pueblo, con su estación de ferrocarril probablemente inactiva, y sus casas todas bajas, a lo largo de las pocas cuadras que formaban el lado de la población que daba a la ruta, además de un puñado de viviendas en la periferia. Cuando todo Miavila quedaba atrás, se abría hacia la derecha un camino de tierra que lo llevaría a lo que fuera que marcaba la cruz. Su pulso se aceleró: se encontraba a metros de revelar qué ámbito había optado investigar. Ya veía la arboleda allí delante, la misma que había observado en la imagen satelital, esas copas que le ocultarían por unos momentos más la edificación que encerraban. Luego de un cruce, el camino pasó a ser un sendero aún más modesto.

Dominado por la ansiedad, se estiró hacia adelante para que se le descubriera cuanto antes qué se levantaba detrás de la alameda, pero en vano: los árboles ocultaban todo, el misterio persistía. Ahora sí, algo que el muro verde no podía tapar, el acceso al sitio, la tranquera. Abierta. ¿Había sido abierta para él? ¿Quien proponía el juego seguía dando señales de que lo invitaba a continuar?

No se permitió dudar. El volantazo impulsivo lo enfrentó al camino de entrada, custodiado en ambos lados por los altos centinelas arbóreos. Condujo a poca velocidad por la tierra maltrecha, que adelante conformaba, junto con las hileras paralelas de árboles, una perspectiva cuyo punto de fuga coincidiría con la casa de campo imaginada desde días atrás. Cada vez más cerca de ese punto, donde un claro se ampliaba de a poco, todavía sin mostrar algo con nitidez. Pero no quería fijar la vista allá delante. Desconocía el territorio y la situación, además de ignorar la naturaleza de aquella pesquisa. Por eso, no dejaba de echar miradas en todas direcciones y por todos los espejos, alerta a movimientos extraños. Por ahora, solo se mecían las hojas y las ramas, algún pájaro cruzaba el pedazo visible de cielo.

Ya veía líneas, algún contorno de una construcción grisácea, una puerta más oscura, mientras los árboles parecían retroceder como las dos mitades de un telón que se corrían y por fin permitían apreciar el escenario luminoso.

En medio de un parque de césped alto y desparejo, se erguía, en efecto, una casona. En ese momento, las formas imaginadas por él convergían y se materializaban en esa residencia seguramente centenaria, que, a tono con el pasto circundante, tenía paredes de piedra oscurecida, maderas cuarteadas en las persianas cerradas, tejado con piezas rotas o faltantes. La puerta, a pesar de estar despintada, lucía imponente con sus dos hojas de arco superior, al igual que la casa, cuyo descuido no llegaba a opacar su aspecto sólido, señorial.

Estacionó a metros de la entrada. Una vez apagado el motor, desapareció todo sonido artificial, sustituido por el juego del viento con las copas de los árboles, el canto de un pájaro, su propia respiración. Ni de la casa ni de alrededor provenían ruidos o voces, todas sus aberturas clausurando el edificio. El instante de silencio e inmovilidad era como una nueva bifurcación por delante: seguir con la expedición o no. En esa suspensión, se vio de regreso en su casa luego de interrumpir esta misión, acosado por una curiosidad potenciada por haber abandonado, vencido por el arrepentimiento. La imagen hipotética se desvaneció mientras su mano derecha quitaba las llaves de la ignición y su mano izquierda abría la puerta con delicadeza.

            Fuera del coche, como si el vehículo hubiese oficiado de escudo, se sintió menos protegido, lejos de todo excepto de esa casona que, con sus dos pisos y altillo, lo empequeñecía. La brisa, que usualmente hubiera sido una caricia musical, se tornaba lúgubre en ese ambiente. También los árboles operaban su transformación, de ameno cerco natural a un muro limitador del escenario intimidante donde él representaría su papel sometido a la dirección de un excéntrico.

        Avanzó hacia la casa, tratando de abarcar visualmente cada abertura clausurada, buscando en vano algún mínimo desplazamiento por las ventanas, atento también a sonidos provenientes del interior y del jardín abandonado. A paso lento, rodeó la propiedad, cuyos lados presentaban también las persianas cerradas, al igual que una puerta en la cara posterior, que daba al sector trasero del jardín. Retornó al frente mirando su teléfono en busca de algún mensaje nuevo, pero había perdido señal.

Se negó a tratar de ingresar en la casa antes de finalizar una recorrida entre los pastos crecidos del jardín, que tal vez alojaban aquella cosa sin nombre marcada con la cruz. Sin éxito en esa labor de rastrillaje, encaró la residencia.

Subió con pies de plomo los escalones de la entrada delantera, que ofrecía, en lugar de timbre, un llamador de metal que tampoco había visto lustre por un tiempo y que chirrió cuando lo giró para golpear la madera gruesa tres, cuatro veces resonantes.

            La casona persistió en el silencio y la quietud.

            Fiel a la situación inusual, intentó con el picaporte barroco de la hoja derecha, empujando primero con suavidad, luego con más presión al no sentir que la puerta cediera. Un nuevo chirrido, más grave, más profundo, de madera y metal resistentes que parecían despertar, o como un mudo personaje que le hacía un ademán ampuloso para que entrara en esa casa sin llaves.

            Al dejar de acompañar la puerta, lo aguardaba el interior, la oscuridad que se sumaba al silencio. Su “Hola” sonó cavernoso como las sombras que no le respondieron. Insistió:

             –¿Hay alguien?

            Nadie. Nadie que le contestara.

Antes de cruzar el umbral, encendió la linterna de su celular –sin señal –hacia la negrura que pretendía disipar.

Con la puerta entornada detrás suyo, en la tenue iluminación que le permitía el aparato, que apuntaba de un rincón a otro para lograr una visión más completa, atravesó un recibidor y se internó en un salón de techo alto, donde su fuente de luz no alcanzaba las penumbras más lejanas, de posibles figuras agazapadas. Allí hizo el tercer llamado avisando su presencia, que una vez más nadie le devolvió.  Era todo pisos y paredes, ambientes desolados desprovistos de mobiliario y decoración. En vano dio con la llave de luz junto al marco de la puerta: además de que la electricidad podía haber sido cortada, del techo no colgaba ni una bombita.

Lentamente, exploró la casa. Sus ojos, más adaptados a la oscuridad, percibían la escasa luminosidad que se filtraba por las persianas. Dio un último par de voces inútiles anunciando su intromisión. En cada estancia apuntaba con el celular en varias direcciones, como si fuera un arma, para tener al menos un atisbo de los rincones fugazmente iluminados. Salas, cocina, despensa y dependencias de servicio en la planta baja, dormitorios, baños y un largo corredor en la superior, cada uno de estos recintos despojado y en abandono.

Volvió a consultar su celular, pero no lograba recuperar la señal, seguía incomunicado, solo que ahora, rodeado de los muros impasibles de la casa, se encontraba aún más aislado.

            Restaba investigar el altillo. En el ascenso, lo acompañó el crujido acompasado de la madera a sus pies, la resonancia de los viejos escalones. Días, horas atrás, el altillo se le hubiese antojado el sitio ideal para dar finalmente con el objeto que supuestamente le habían dejado. La recorrida infructuosa de los dos pisos había erosionado su expectativa sobre la dependencia más alta del edificio. Sin embargo, cuando en efecto arribó a ella y la luz del móvil le confirmó que estaba tan vacía como el resto del lugar, no dejó de defraudarse. El altillo, en otro tiempo punto de observación del campo circundante, desde el jardín hasta el horizonte, tampoco le ofrecía una respuesta o siquiera una pista.

           Con la propiedad examinada, se sintió burlado, un peón de un juego destinado al regocijo de alguien pero a su costa. Desechó una segunda recorrida, que seguramente solo duplicaría su frustración. No ignoraba que en la casa abundaban recovecos donde depositar cualquier cosa, pero no estaba dispuesto a acometer ese tipo de búsqueda exhaustiva, infinita. Si alguien se divertía con él de esa manera, mejor mantenerse alejado. Lo mismo para el jardín: por más clásico que fuera el tesoro enterrado, no emprendería, sin indicaciones precisas, la tarea agotadora de su excavación. Ni siquiera tenía una pala.

            Bajando los escalones sonoros, la desazón mutó a una expectativa renovada cuando conjeturó la existencia de otros escalones, aquellos que llevarían al ambiente opuesto al altillo, alojado en lo más bajo de la casa: un sótano. No había distinguido puerta trampa alguna en los pisos de la planta baja, pero esa posibilidad sí merecía un nuevo examen.

            Encontró en el suelo de la despensa el rectángulo poco perceptible que bordeaba la portezuela horizontal, con un discreto manillar que antes también había pasado por alto y que ahora aferraba para elevarla con esfuerzo físico antes de empezar a descender con esfuerzo mental: si cabía una forma más de adentrarse en el misterio, tal vez el peligro, de la casa, era bajar al sótano. Allí, sin la penumbra de las dos plantas de arriba, la oscuridad se perfeccionaba. Dio pasos cautelosos, lentos, sobre cada peldaño rústico de madera, cuyos crujidos, además de hacer inútil cualquier pretensión de sigilo, disparaban en su mente sugestionada sospechas de otros ruidos, ajenos, amenazantes. La linterna del celular, barriendo la negrura con frenesí, iba develando un amplio sótano, tan libre de objetos como el resto de la casa, mayor aún su apariencia desolada por la acumulación que suele dominar esos espacios inferiores. Ya pisando el suelo, avanzó hacia las cuatro esquinas de la estancia y verificó que nada o nadie se encontrara detrás de las dos columnas gruesas que sostenían parte de la edificación.

            Lo notó en una segunda pasada, una revisación algo más tranquila: primero una línea, luego un ángulo, finalmente un cuadrado recortado en el piso de madera. En él, una manivela de metal opacado por los años para levantar esa puerta trampa tal como, hacía minutos, había levantado la que franqueaba el sótano. Desafiándolo a indagar aún más en su misterio, la casona lo llamaba a un nuevo descenso, un nivel inferior al subsuelo, como lo recóndito de lo recóndito: el pozo de un sótano. En su normalidad cotidiana, hubiese calificado su intención de descender de locura sin atenuantes, pero hoy la prudencia diaria había quedado atrás hacía rato, reemplazada por un proceder surrealista. Por eso antes de vacilar aferró la manija y tiró, encontrando la resistencia propia del peso de las maderas fuertes en construcciones viejas. Lo que la luz indirecta del celular en el piso le permitía definir era un rectángulo de negrura.

            Entre el esfuerzo físico y el temor que lo poseyó, le temblaba tanto la mano que, antes de poder iluminar el interior de ese doble subsuelo, el celular se le cayó por la abertura. No pudo oír, de tan apabullado que se encontraba, el golpe del aparato contra el piso o lo que hubiera allá abajo. La linterna se apagó, la oscuridad se hizo completa. Lo atravesó un pánico desconocido que lo inmovilizó al borde de la abertura, a la merced de mil sombras en lo más hondo de la casona alejada. Pasaron segundos lentos, de tiempo magnificado por el terror, hasta que un nuevo sobresalto sacudió su cuerpo y su mente abrumada. Instintivamente, llevó su cuerpo hacia atrás con los brazos protegiendo su cabeza, mientras cerraba sus ojos a la fuente de luz repentina proveniente de la abertura. Pero sobrevino el alivio cuando, una vez que se atrevió a mirar, comprobó que lo que despedía la luz era simple y afortunadamente su celular. El teléfono no estaba a más de un metro de la boca del pozo, por eso, sin permitirse titubeos, estiró el brazo para tomarlo e iluminar el subsuelo del subsuelo. En efecto, no se trataba de otro piso subterráneo, sino de un compartimento de escasa profundidad, que no se demoró en investigar porque su atención quedó fija exclusivamente en un cofre que descansaba debajo de la abertura.

            Haber llegado hasta ese punto pareció conferirle una sensación de valor e inmunidad que lo estimuló a estirarse una vez más, aferrar el cofre y depositarlo en el suelo frente a él. Un pequeño baúl del tesoro para él, de impredecible contenido, desde oro y joyas hasta una trampa, pasando por un interior vacío y burlón. Lo dominaba una curiosidad implacable, tal vez la más acuciante de su vida. Se desalentó al notar la cerradura metálica, pero la tapa giró de inmediato, con algún sonido de bisagras. Acercó el celular. Un cilindro amarillento con una cinta transversal rematada en un moño. Sentado en aquel piso oscuro, apoyó el celular en su pierna antes de tomar con ambas manos el objeto del cofre. Su peso era mínimo: papel enrollado, con la cinta sujetándolo. Fue deslizando la tira de tela hasta que liberó el papel para abrirlo.

            Un mapa. Escritura incomprensible. Y una cruz en el interior de la representación geográfica, una nueva cruz que se sumaba a la serie que había guiado su extravagante periplo hasta este sótano de una casona enclavada en la soledad de la pampa.

 Examinó el documento con voracidad pero también con impotencia: desconocía la silueta delineada en la hoja, las letras pertenecían a un alfabeto extraño. Sobre todo, reavivó la conjetura de una maquinación fraudulenta. Sin embargo, estas especulaciones tuvieron su interrupción abrupta cuando nuevamente la oscuridad más negra ganó el sótano, ahora porque la batería del celular se había agotado, y ni hablar de cargador, enchufes o aun energía eléctrica.

Siguió una rara mezcla de cautela y precipitación, donde la temeridad alternaba con el miedo y con el pánico en la búsqueda a tientas de la escalera y luego de cada escalón. Una pisada fallida lo dejó en suspenso unos instantes antes de continuar el ascenso hacia la despensa y la tenue pero bienvenida luz natural. Recorrió los últimos pasos por la casona preguntándose si no lo aguardaba alguna sorpresa final en el jardín, si allí no se daría a conocer teatral y finalmente el autor de la trama. O tal vez la puerta estaría, a diferencia de cuando entró, cerrada con las llaves que guardaba el titiritero oculto de aquella función, ahora devenido en carcelero. Sin embargo, la hoja de la puerta seguía tan entornada como la había dejado él y su auto se veía tan solitario como lo había estacionado. Se aseguró que la parte trasera del automotor estuviese vacía: no quería encontrarse en plena ruta desolada con la visión de una figura incorporándose en el recuadro del retrovisor. Sin demoras subió al auto, dejó el mapa en el asiento del acompañante y encendió el motor. Arrancó, giró hasta apuntar a la alameda, en la que se internó con celeridad, dejando una nube de polvo levantado a su paso, procurando distanciarse cuanto antes de la dominante casona sombría, atravesando la tranquera con la euforia de que no había sido clausurada como emboscada final.

Cuando llegó a la quietud de su casa después de conducir mecánicamente, como desde fuera del entorno de caminos y tránsito, de campo, pueblos, suburbio y por último gran ciudad, la extenuación lo desplomó inexorablemente en el sofá.

En lugar de cenar, durmió. Tampoco logró interrumpir el sueño, a la mañana siguiente, para ir a trabajar. Con el confuso despertar casi al mediodía, primero atribuyó imágenes del día anterior a una rara pesadilla, hasta que, más lúcido, asumió que fue una rara realidad.

Todavía con lagañas en los ojos, consultó su mail: nada del desconocido que le había deparado el mapa. Aunque ansiaba transmitirle que ya lo tenía, prefirió esperar ser el receptor y no el emisor, como si un tabú lo frenara antes de iniciar la comunicación, más allá de su primer correo.

Se preparó un imponente tazón de café y un sándwich, se sentó a la computadora, desplegó con cuidado el mapa junto al teclado, y no supo por dónde empezar. Dio un par de sorbos al café como si fuera una poción reveladora. Asumió que iniciaría la navegación por lo básico, tipeando el nombre de lo que suponía tener ante él, fuese real o falso: un mapa del tesoro.

Se sorprendió con el dato de que los mapas del tesoro realmente documentados eran escasísimos: se trataba, más bien, de una invención literaria, historias ficticias de misterio y, sobre todo, piratería, que luego el cine o la televisión multiplicaron. A poco de acometer ambas tareas, se declaró incompetente tanto para identificar la isla como para descifrar las líneas. Necesitaba a alguien versado en geografía y tal vez alguien con nociones de criptografía. Contaba con sendas personas calificadas a quienes acudir, aunque lo inquietaba revelarles que poseía tal extravagancia y el modo en que la había obtenido.

Creía  que su amiga Paula era una persona inmejorable para asesorarlo en geografía, investigadora y especialista en cartografía, “mapóloga”, como le decía Ignacio. La llamó.

Paula prefirió ir a su casa en lugar de manejarse a distancia por Internet: además de haber terminado sus compromisos laborales por el día, hacía meses que no se encontraban. Ignacio recibió la propuesta de la visita con refrescante anticipación, un alivio para la tensión reciente que se disponía a disfrutar sin lanzarse de inmediato a la investigación, otorgándose un necesario paréntesis de diálogo sin complicaciones. Para agasajar a Paula por la ayuda que le brindaría, compró fideos frescos y preparó una salsa que ella había probado y aprobado en más de una ocasión. Mientras revolvía la preparación aromática, sonó el timbre. Paula traía el vino, escrupulosa en el maridaje como en una precisión cartográfica, pero le advirtió que se limitarían a media botella entre ambos, porque había trabajo por delante.

Además de cumplir el límite pactado de bebida, las porciones de pasta, que recibieron una vez más elogios de Paula, fueron por imposición sobrias. También charlaron de modo ligero, ameno y sin sobremesa, reservando energía intelectual para la siguiente tarea.

Pasaron al sofá del living, donde, previa advertencia de su exotismo, Ignacio emprendió su relato del contexto del mapa, desde las cruces iniciales hasta la final, que Paula ahora vería directamente en el plano. El despliegue del viejo papel marcó el inicio de la pesquisa, cuya duración, temían, les demandaría tiempo.

       Ese período se extendió por unos cinco segundos. Ignacio no había terminado de disponer el mapa sobre la mesa cuando su amiga reaccionó con una inclinación abrupta que la acercó al documento, su vista reconcentrada en él, gestos elocuentes de reconocimiento y a la vez sorpresa en el rostro. Ignacio duplicó esa clase de mirada pero apuntando a los ojos de su amiga devorando los trazos del mapa que ya asía entre sus manos.

–¡Este es el mapa de Trenton, el de El tesoro del fin del mundo! –exclamó e hizo una pausa que desafió la paciencia de Ignacio–. No existe.

Como Paula estaba sosteniendo en sus manos algo según ella inexistente, Gonzalo le requirió que aclarara la afirmación.

–Sí, perdón –se disculpó con una sonrisa–. Es que esto es fascinante. Es igual al mapa que dibujó Samuel Trenton, el escritor inglés, en El tesoro del fin del mundo. ¿No lo leíste? También hay alguna película.

            –Mis piratas eran los de Emilio Salgari: Sandokán y el Corsario Negro –contestó algo avergonzado por su bache como lector, porque el nombre de la obra y del libro de Trenton le resultaban bastante familiares.

–Bueno –continuó su amiga–. La isla esta no existe, o nunca se pudo probar su existencia, y a esta altura de la exploración geográfica, con satélites y todo, está prácticamente confirmada como ficticia.

            Lectora ávida, Paula, antes de decidirse por geografía, no había estado lejos de ingresar a Letras. Ignacio le dio tiempo para que se explayase, porque advirtió, en la fascinación de su amiga, que estaba ante la convergencia de dos pasiones.

            –Lo central de la trama de la novela es la búsqueda de un tesoro, y el punto de partida de la búsqueda es un mapa. En las ediciones del libro, el mapa aparece impreso en una de las primeras páginas. Tendría que compararlo con más detalle, pero estoy casi segura que este mapa es igual al del libro. Ahora lo buscamos, pero lo tengo grabado en la cabeza desde chica. Lo que no supe de chica es que el original de este mapa es una incógnita bibliográfica. Esa parte la aprendí estudiando historia de la cartografía. Hay como una creencia de que abundaron los mapas del tesoro hechos por piratas. Es falso: prácticamente no hay casos reales.

            –Eso leí en Internet –acotó Ignacio, sobre todo para darle un respiro a Paula, que se estaba agitando de entusiasmo.

            –Me acuerdo que, en ese curso, una compañera mencionó el mapa de El tesoro del fin del mundo. La profesora explicó que era un misterio, un misterio donde la cartografía se cruzaba con la literatura. En un par de cartas, Trenton dice que, antes de la publicación de la novela, mandó a su editor el mapa aparte del manuscrito de la novela. El manuscrito está hoy en la casa museo del escritor, pero el mapa original hecho a mano por Trenton, el que mandó por separado y que se usó para imprimir en el libro, se perdió. Y es una gran pérdida porque es una pieza histórica, tanto de la literatura como de la cartografía. Y como tiene frases en clave, también para los... ¿cómo se llama a los expertos en descifrar claves? –preguntó, ahora con voz más calma, reflexiva, y miró a Ignacio.

Pero Ignacio se hallaba en una suerte de trance, hechizado por el dibujo que comentaba Paula.

            –Criptógrafos –pronunció tenuemente, una vez que, como en un segundo plano de atención, captó la pregunta de Paula.

–Criptógrafos –repitió su amiga, ahora en tono profundo, ensoñador–. Para ellos, para nosotros los cartógrafos, para el mundo literario... bueno, en realidad para todos, encontrar ese mapa sería fabuloso. Sería como hallar un tesoro.

            Se miraron a los ojos, brillantes de excitación.

            –¿Estamos pensando lo mismo?

 

 

2019


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