Juego de potencias

 

(Este relato se basa en la leyenda sobre el origen de cierto juego, pero con una vuelta de tuerca).

 


El rey atravesaba su vasto aposento, llegaba a la puerta cerrada, obra del mejor carpintero con la mejor madera; el rey giraba, volvía sobre sus pasos hasta el balcón que daba a los jardines reales, obra del mejor diseñador con las mejores plantas. El rey estaba aburrido.

Planteada la necesidad de distracciones a uno de sus consejeros, el asesor respondió con presteza. También con alivio de poder contestar rápido: mejor no hacer esperar al monarca.

–Señor, días atrás he visto en el bazar los inventos de un artesano de gran ingenio. Él puede ser la solución.

–Tráiganlo –ordenó el rey a sus servidores, que se plegaron en reverencias antes de emprender la misión.

Horas más tarde estaba de pie frente al rey un hombre pequeño, de cabellera blanca hasta los hombros y barba negra hasta el pecho. Entre esa maraña bicolor, sus ojos, vivísimos, no había dejado de hurgar cada rincón del ambiente, como si la voluntad de su interlocutor hubiera sido replicar el diseño en otro palacio.

–¿Has comprendido? –inquirió el soberano luego de plantearle sus deseos.

–Mi señor: un juego que lo apasione de tal manera que no le permita distraerse de él un instante mientras lo juega.

–Has comprendido –repitió el rey afirmando. Y agregó–. Una semana es tiempo suficiente.

Esa noche, Yamel, el artesano, no durmió. Sin apelar a sus conocimientos de magia –esta empresa requería su intelecto y su imaginación, no sus fórmulas de encantamiento–, su mente fue un laboratorio de ideas. Algunas líneas de pensamiento duraban segundos antes de esfumarse. Otras eran más prolongadas, se iban enriqueciendo, incluían detalles, hasta que aparecía un obstáculo, un muro alto, impenetrable, y allí cesaba la elaboración. Pero en las horas previas al amanecer, en un lapso de inspiración como no recordaba en su vida, fue ideando y creando el proyecto hasta darle forma acabada, una forma que estaba aún en su mente, pero que ya veía y palpaba como un diamante de brillos mágicos.

Los tres días siguientes materializó la idea en su taller, confeccionando el tablero y las treinta y dos piezas sutilmente labradas. Una mañana, culminada la labor meticulosa, se dirigió al palacio real portando una caja. De inmediato lo condujeron hasta el rey.

A puertas cerradas, el monarca y el consejero que lo había recomendado escucharon de Yamel las precisas reglas de juego, interrumpidas por preguntas y comentarios de sus interlocutores. Pasadas las explicaciones, indicaron a Yamel que se retirara y aguardase que un mensajero lo volviera a convocar.

–Es brillante, majestad –fue el veredicto del consejero–. Sé que este juego lo fascinará.

Y aunque no se atrevió a decírselo a su señor por temor a que no fuera del mismo parecer, lo que pensaba en realidad era que ese juego, con su potencial sin fin, conquistaría el mundo.

 

El rey jugó una y otra vez con distintos adversarios durante las jornadas siguientes. Firme ante el tablero y las piezas, salteó comidas, cedió horas de sueño, desatendió asuntos de gobierno. A veces ganaba, a veces perdía, a veces empataba, pero siempre lo maravillaba el juego. Su satisfacción era tal que, al reencontrarse con Yamel, no le ofreció nada en particular como recompensa. Que el artesano mismo la eligiera sin reservas.

–Pediré, mi señor, unos granos de trigo.

Para determinar la cantidad, usó el tablero del juego: un grano por el primer casillero, dos por el segundo, cuatro por el tercero, ocho por el cuarto y así hasta llegar a los sesenta y cuatro casilleros. Al escuchar la sencillez del pedido, el monarca insistió en ofrecerle algo más: oro, tierras, un palacio.

–Me basta con simple trigo, majestad.

Esa tarde, el rey fue informado por un administrador y un matemático qué cantidad de trigo había prometido a Yamel. Tuvieron que repetírselo y debieron soportar las expresiones airadas de su señor: el volumen de trigo solicitado era descomunal, un agravio a su investidura regia.

–¡Guardias! –vociferó, con tono que presagiaba la furia contra el artesano.

Como premio por el juego le perdonó la vida; como castigo por la afrenta lo encerró en la Prisión de las Dos Torres para siempre.

 

Al día siguiente, el rey notó que el tablero del juego había caído de la ornamentada mesa donde lo había dispuesto, y las piezas yacían desparramadas. Cuando fue a levantarla, descubrió con perplejidad que la tabla había duplicado su tamaño: ahora era un rectángulo, dos de cuyos lados tenían el doble de su longitud inicial, mientras que los dos restantes conservaban su medida, como si hubiesen unido otro tablero al existente. Sin encontrar manera de explicarlo, supuso que la confección de la tabla guardaba alguna propiedad mecánica que Yamel no había enseñado. Volvió a colocar la superficie ahora rectangular sobre la mesa e hizo recoger las piezas pero no acomodarlas en sus posiciones: carecía de interés en nuevas partidas por el momento.

Para el asombro del soberano, a la mañana siguiente una nueva duplicación había tenido lugar: esta vez, el tablero caído había recuperado la forma cuadrada, pero con el doble de área que el rectángulo del día anterior. Dominado por la consternación, el señor dispuso centinelas para que no quitaran la vista de la tabla.

Exactamente a la medianoche, mientras a varias leguas, en la sordidez de su calabozo, Yamel susurraba unas palabras a la oscuridad, en el aposento real los guardias observaron cómo, silenciosamente, el tablero se desplegaba una vez más, como si fuese un libro que se abría, formando un nuevo rectángulo que, a diferencia de antes, no cayó de la mesa, sino que, debido a su nuevo peso, la aplastó. Su superficie, ahora sobre la mesa pulverizada en el piso, ya equivalía a ocho tableros originales.

Se intentó su remoción: parecía adosado al suelo como si fuera el suelo mismo. Se intentó su destrucción: ninguna herramienta ni arma logró mellar esa forma rectangular inexpugnable. Y cuando, a las doce de la noche en punto, todavía intentaban terminar con el artefacto, se produjo su nueva apertura encantada, que impulsó la huida de los ocho peones fornidos que lo hostigaban sin resultado. Un segmento, mientras descendía, hizo estallar un baúl de roble como si una colosal barra de plomo se le hubiese venido encima.

Siguieron procurando en vano acabar con el cuadrado. A la medianoche, implacable, el tablero volvió a abrirse y a duplicar su superficie. La medida prudente de evacuar la zona del palacio evitó víctimas y más destrucción, en especial porque, en su despliegue, la tabla derribó una gruesa pared de la fortaleza. Luego de mirar la ruina y de consultar al matemático de nuevo, a un geógrafo e incluso a dos altos clérigos, el rey, jaqueado, decidió despachar un par de jinetes a la Prisión de las Dos Torres para anunciarle a Yamel que finalizaba su destierro y que recibiría el premio en trigo y también honores. Enterada, la reina, siempre más capaz que su esposo, completó la humillación con una exquisita mirada de desprecio: ya le había advertido que era un error no recompensar como merecía al inventor de ese juego inmenso.

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