Una reunión mensual
Fueron
apareciendo desde distintos puntos, desde los diferentes huecos que formaban los
árboles que rodeaban el claro del bosque; una convergencia casi simultánea de gente,
como si hubiesen estado esperando una indicación para pasar a la zona libre de árboles,
donde solo crecían la hierba y unas pequeñas flores blanquecinas. Vinieron entonces
los gestos del encuentro, palabras, miradas, manos que se estrechaban. A medida
que los ritos de saludo quedaban atrás, se iban conformando los grupos de diálogo,
se iniciaba la charla. Sobre el claro se elevó el rumor de las voces, tapando el
sonido de los pinos mecidos por la brisa del impecable día primaveral.
En
aquel paraje habitualmente desierto había ahora reunidas más de un centenar de personas,
todos hombres de mediana edad.
Una
detonación, seguida de otras, pudo oírse sobre la conversación, los estampidos producidos
por los corchos de las botellas de champagne que algunos habían llevado consigo.
Se repartió en vasos de plástico, ya que el cristal hubiese sido más difícil de
transportar. Uno a uno, los hombres recibieron el vaso y les fue servida la bebida
espumante, o les fue alcanzada la botella. También circulaban unas cajas con chocolates
que parecieron agradar a todos. Cajas y botellas pasaban de mano en mano hasta que,
vacías o con poco contenido, eran dejadas, junto con los vasos, sobre la hierba
a un costado, adonde ocasionalmente alguien se acercaba para servirse algo más de
aquel singular menú para una salida de campo.
Cada
tanto, un ladrido se mezclaba entre las voces. Alrededor de una docena de perros,
la mayoría cachorros, se paseaba entre la gente. Jugueteaban entre ellos y con las
personas, algunas de las cuales los llevaban en brazos, sobre todo a los más pequeños,
de unos tres meses.
Uno
de los presentes, en el medio de la reunión, con su vaso casi lleno, acababa de
terminar una barra de chocolate cuando su interlocutor, un hombre que rondaba los
cincuenta años, extendió ambos brazos y lo empujó. Ya mientras caía y el champagne
se volcaba sobre su pecho, vinieron a su mente las imágenes infantiles de las tres
o cuatro veces que había sufrido esa broma en el colegio: la pérdida de equilibrio
que seguía al empujón porque alguien en cuclillas detrás de él lo hacía tropezar,
la visión vertiginosa del techo del aula o del cielo del patio, como ahora veía
el cielo del claro del bosque. Pero no se produjo el impacto esperado, porque sus
compañeros actuales parecían más misericordiosos que los del colegio, o al menos
más precavidos, conscientes además de que su cuerpo ya no tendría la elasticidad
y la resistencia de los ocho o diez años: alguien lo atajó antes de que llegara
al piso. Allí, en brazos de su benefactor, comenzó a reírse descontroladamente junto
con quienes lo habían hecho caer. No había sospechado que esa sería una manera de
entretenerse en la reunión.
Un
grito anunciando que se tomaría una foto grupal hizo que todos abandonaran la conversación
o el paseo entre los demás para ubicarse en el sitio que a cada uno le correspondía
de acuerdo al cartel que llevaba en el pecho. Demoraron un poco para acomodarse,
mientras el que había llevado la cámara profesional con el trípode iba gritando
directivas y encuadrando el conjunto en formación dentro del gran angular. Habían
quedado tres filas de cuarenta integrantes cada una: la delantera, sentada en el
piso; la central, de rodillas; y por último, los parados. La foto debería ampliarse
bastante para que los rostros pudieran distinguirse bien. Cuando vio que todos estaban
listos, el fotógrafo oprimió el botón inmediatamente antes de correr hacia el lugar
que había sido reservado para él en el grupo. Justo a tiempo logró fijar su expresión
mirando a la cámara, dándose cuenta del silencio que ahora lo rodeaba, en contraste
con los murmullos anteriores. Luego de la serie de clics, se pararon los que se
encontrabas de rodillas o sentados, algunos acompañando sus esfuerzos con resoplidos
y a veces ayudados por los que ya estaban de pie. Se fueron reanudando las charlas.
Pero
pocos minutos después, por segunda vez algo fue el foco de atención de todos. Algunos
fueron señalando un punto en el cielo, hasta que toda la concurrencia miró hacia
el sitio indicado. Pareció entonces que la reunión quedaba en pausa. Otra vez el
silencio, pendientes todos del pájaro que se aproximaba, un cóndor, planeando bajo
y en línea curva, con sus inmensas alas desplegadas. Admiraron la figura imponente,
que parecía dejarse llevar sin mover un músculo, tal vez asombrada ella misma por
lo que veía, aquella concentración y movimiento tan infrecuentes en el paraje desolado.
Más de cien miradas siguieron el vuelo curvo hasta que el enorme pájaro desapareció
sobre las puntas de los pinos.
Este
acontecimiento pareció ser la señal del final de la reunión. Algunas manos se elevaron
para consultar los relojes. Recorrió el claro el comentario de que había llegado
el momento del regreso. Hubo algunos abrazos, algunos apretones de manos, frases
de despedida. Quienes habían llevado el champagne y los chocolates recogieron las
botellas, las cajas y los vasos de plástico depositados sobre el pasto. Cada uno,
ayudado por el cartel a los pies de los árboles, volvió al punto por el que había
desembocado en el claro, de modo que, como al llegar, los sitios de salida estaban
distribuidos de manera bastante uniforme a lo largo del linde cerrado del bosque.
Ahora las voces dominantes volvían a ser las de los pájaros, acompañadas por los
pasos de los hombres. Cinco minutos después del paso del cóndor, la tranquilidad
y la quietud inmemorial habían vuelto al claro.
Víctor
mira por el espejo retrovisor de su auto: la última población antes de su destino,
formada por un camping y unas pocas casas de piedra y madera, va quedando atrás.
La ruta bordea un lago cuyas aguas cristalinas pueden verse entre los árboles de
la abrupta pendiente rocosa que forma su orilla. Cuatro kilómetros más adelante,
Víctor deberá doblar en dirección opuesta al lago, por una senda secundaria y poco
transitada que se interna en el bosque. Conoce bien el camino porque ha estado varias
veces allí donde se dirige: la primera hace siete años, cuando aún no se había establecido
en la región; después de su mudanza, las cuatro o cinco veces que estuvo explorando
la zona.
El
auto avanza más lento que lo habitual, pesado por la carga que debe arrastrar, un
bote cubierto por una lona firmemente atada.
Pasa
el árbol caído junto al sendero, el punto de referencia que usa para saber que debe
detenerse unos ciento cincuenta metros más adelante. Sí, allí están los pinos, iguales
a todos para cualquier observador, pero no para Víctor, que aprendió a reconocerlos
entre los demás como si estuvieran pintados de otro color.
Deja
el auto muy arrimado a un tronco, casi tocándolo, de manera que haya espacio para
que pase otro vehículo por el camino, aunque el tráfico es casi inexistente. Deshace
los nudos que afirman la lona sobre el bote antes de destapar la verdadera carga,
que entra justo en el interior de la pequeña embarcación. Por su forma y sus dimensiones,
el objeto trasportado se asemeja a un féretro. Lo levanta con algo de esfuerzo,
a pesar de los materiales livianos con que está construido, para luego apoyar en
el pasto que crece al borde del camino las dos pequeñas ruedas adosadas a la parte
inferior. Arrastrará la gran caja como si fuera una valija, aferrando una manija
mientras la carga se desliza sobre las ruedas. Rodeado de los antiguos pinos, la
oscuridad va aumentado y la temperatura descendiendo a medida que se aleja del camino.
Las ruedas hacen su trabajo con cierta torpeza en la superficie irregular, el suelo
crujiente formado por hojas y otros restos del bosque que se depositan en él. A
veces debe ladear su carga para que pase entre dos árboles; a veces, sortear un
tronco caído. Hasta que allá, más adelante, vislumbra la claridad del sitio adonde
va. Cuando solo faltan unos pasos para llegar al claro, deja en el suelo lo que
ha estado acarreando. Camina un poco más para echar una mirada al terreno casi circular
despejado de árboles, ese rincón apacible que lo cautivó desde la primera vez que
estuvo en él. Finalmente, da media vuelta y se dirige hacia el objeto.
Ciento
veinte personas en el claro de un bosque, sin una carpa, sin una mochila. Sin comida
en lata, o sándwiches, o lo que pueda ser habitual en una salida o vacaciones en
ese paraje, sino champagne y chocolates.
Y
sin embargo, eso no es lo más inquietante, lo que convierte el claro en el escenario
de una pesadilla.
Las
caras. Los cuerpos. Las voces.
No
hay excepciones: el ámbito se torna claustrofóbico; el aire, enrarecido a pesar
de la pureza de aquel lugar tan agreste.
Porque
todas las caras, todos los cuerpos y todas las voces pertenecen a la misma persona.
Y,
sin embargo, tampoco es identidad lo que hay en la multitud del claro, porque hay
diferencias, algunas un poco notables, algunas muy difíciles de percibir. Siempre
sutiles, pero siempre presentes.
La
foto tomada durante la reunión.
Los
ciento veinte hombres.
En
la imagen rectangular están las diferencias ordenadas, la lenta progresión de los
cambios. En los ciento veinte rostros, la aparición o aumento de algunas arrugas
o canas va de izquierda a derecha en cada fila, y de arriba abajo en las tres filas.
Las caras contiguas parecen, aunque no son, idénticas. La máxima variación, que
no es mucha, está entre las figuras de los dos extremos. A través de las ciento
veinte expresiones, sean sonrisas amplias o discretas o ausentes, ojos entrecerrados
o bien abiertos, miradas dirigidas a la cámara o no, las marcas van apareciendo
en la piel y el cabello.
Víctor
coloca en posición vertical el objeto, cuyo estabilizador no permitirá que se caiga.
Abre la puerta, entra, se encierra. No le molesta quedarse en ese espacio reducido,
donde una luz se ha encendido en el instante en que la puerta quedó trabada. Observa
el tablero que hay a pocos centímetros de sus ojos, el instrumental aparentemente
simple, con algunos botones y una pantalla. Hace ciertas verificaciones antes de
teclear una serie de números.
Una
fecha; una hora. Un momento preciso, un instante. Un punto en la línea del tiempo
para viajar hasta él en la máquina que Víctor diseñó y construyó durante dos décadas.
No
fue su primer destino, ni el único. Era el viaje ritual.
Una
vez por mes tomaba el camino junto al lago y el sendero angosto. Dejaba el auto
para arrastrar la máquina por los árboles que fue conociendo de memoria durante
los diez años que duró el rito, tal como se lo había propuesto antes del primer
viaje, unos días después de cumplir cuarenta y seis años.
Una
vez que estaba cerca del claro y tenía que ubicar su vehículo para el salto temporal,
se desplazaba unos metros a la izquierda con respecto al punto anterior para evitar
que la máquina se materializara dos veces en el mismo lugar. Así, a lo largo de
los ciento veinte viajes, fue abarcando gran parte del perímetro que rodeaba el
claro. En soledad, se encerraba y digitaba el momento de llegada. Y siempre, al
terminar el viaje, que duraba un instante, salía del vehículo simultáneamente con
los ciento diecinueve restantes que iban a la reunión, sus otros yo, él mismo en
otros tiempos. Unos pasos a su derecha, siempre estaba él pero un mes más joven;
unos pasos a su izquierda, un mes mayor; en ninguno de los dos casos podía percibirse
diferencia en el rostro, sólo a veces el cabello más o menos largo. Juntos, avanzaban
hacia la entrada al claro, excepto un grupo de cinco, que se retrasaba siempre unos
momentos. Cada uno con un pequeño cartel prendido al pecho, con un número que iba
del uno al ciento veinte, y una fecha que indicaba el mes y el año, completando
una década. Quería tener esa identificación cronológica para saber con qué Víctor
hablaba o a cuál veía, además de serle útil para encontrar su lugar en el momento
de la foto. Al entrar en el claro, veía aparecer a los otros, a sus costados y delante
de él, casi juntos menos el grupo demorado. Para asegurarse de que, en el momento
del regreso, volvía al bosque por el mismo punto por el que lo abandonaba, tenía
en un bolsillo un pequeño cartón con el mismo número que llevaba en su pecho, que
dejaba junto a la base del árbol por el que pasaba más cerca al salir al claro.
Inexorablemente,
se repetían las mismas palabras y hechos, pero Víctor los vivía cada vez de modo
diferente, desde una posición diferente, desempeñando un papel diferente.
Siempre
aquel grupo llegaba más tarde porque una vez se le trabó la puerta de la máquina
al intentar abrirla, y debieron ayudarlo sus compañeros cercanos. Siempre recibía
champagne y chocolate, y en algunas oportunidades le tocó llevarlos, como también
le tocó llevar un perro. Al estar hablando en grupos, integró el mismo en tantos
viajes como miembros había en el grupo, siendo un interlocutor diferente en cada
viaje. Una regla férrea se imponía en el diálogo: no comentar un suceso de su vida
que resultaba futuro para quien estaba escuchando. Muchas veces, por algún lado,
se veía a sí mismo repetido en el conjunto donde uno hacía tropezar a otro sobre
otro, para caer en los brazos de otro. A veces, estaba concentrado en otra cosa
y se perdía esa situación. Cuatro veces fue protagonista de ella. Siempre sacaban
la foto grupal. Para ello, los carteles los ayudaban a alinearse cronológicamente,
corriéndose cada mes una ubicación hacia la izquierda, hasta completar la fila,
pasar a la de abajo, a la de los arrodillados, recorrerla durante unos tres años
y medio, para ir otra vez a la derecha de todo, en la línea de los sentados, y avanzar
hasta el extremo opuesto, la última posición, en su última reunión. Siempre, minutos
después, pasaba el cóndor. Resultaba fascinante observarlo desde los distintos puntos
del claro en los que se encontraba. Aparecía a su izquierda, a su derecha, mientras
estaba de frente o de espaldas; aunque en realidad, por supuesto, el ave nunca variaba
el sitio desde donde aparecía, ni donde dejaba de verse sobre los árboles, ni su
trayectoria curva. Siempre luego de la aparición del cóndor emprendía el regreso,
verificando el número apoyado contra el tronco al pasar de la luminosidad del claro
a la penumbra del bosque, en busca del vehículo que le correspondía, a la vez que
sus compañeros a izquierda y derecha hacían lo mismo.
Así
toda una década, entre sus cuarenta y seis y cincuenta y seis años, ciento veinte
reuniones absolutamente idénticas, porque fue una única reunión en la historia,
una hora en una tarde primaveral de cierto día de cierto año en el claro de un bosque.
14
de octubre de 2007:
Víctor hace su primer viaje a la reunión. Todo le resulta nuevo y asombroso. Sabe
que todo lo que atestigua se repetirá con exactitud de hierro tantas veces como
viajes haga. En cierto momento su yo futuro con el que está hablando, en complicidad
con otros, lo hacen caer empleando el viejo método escolar, pero ahorrándole el
golpe contra el suelo. La única manera de que fuera una sorpresa, le explican, era
haciéndoselo en el primer viaje. Otro se le acerca y le muestra una gran fotografía
enmarcada de todos los presentes, para la que posa un rato después.
16
de junio de 2008:
Víctor lleva una cámara y toma una fotografía de todos los presentes.
13
de julio de 2008:
Víctor, que ha imprimido y enmarcado la fotografía, se la muestra a Víctor Uno,
es decir, el Víctor más joven, el que se encuentra en el primer viaje.
20
de enero de 2010:
Víctor propone al grupo con el que charla que le hagan una broma a Víctor
Uno. Una broma que con delicioso júbilo infantil pueden hacer rompiendo con las
reglas de la compostura y el buen comportamiento, gracias a la confianza inigualable
que hay entre los reunidos. Él es el encargado de frenar la caída de Víctor Uno.
A pesar de lo insólito de la idea, no hay sorpresas en sus compañeros, como tampoco
es necesario avisar que habrá que atajarlo para evitar accidentes, porque todos
ya lo saben desde que fueron la víctima.
20
de marzo de 2011:
Víctor lleva una botella de champagne, que se sumará a las demás que habrá en
la reunión, y que irá llevando en próximos viajes. La transporta en la caja térmica
para que su temperatura no se altere.
17
de mayo de 2011:
Víctor se acuclilla entre Víctor Uno y quien lo ataja, después de que este propone
la broma.
12
de julio de 2013:
Víctor, al salir de la máquina, oye golpes y gritos a su izquierda, provenientes
del vehículo de Víctor 71, el de dos viajes después de él. También Víctor 70 ha
oído los llamados y, al encontrarse más cerca, llega antes que él a ayudar a su
yo un mes mayor. Otro tanto hacen Víctor 72 y 73. Instantes después logran abrir
la puerta y Víctor 71, con sorprendente cara de alivio, les agradece. Todos juntos
llegan al claro, con un poco de retraso.
9
de agosto de 2013: Víctor
auxilia a Víctor 71.
15
de septiembre de 2013:
Víctor, al llegar a su destino, intenta inútilmente destrabar la puerta, como
tenía certeza de que ocurriría, y pide ayuda, tranquilo porque conoce el resultado.
De todas maneras, no puede evitar sentir cierto alivio cuando recibe la luz y el
aire fresco del bosque en su cara y otras cuatro de estas sonriéndole.
11
de octubre de 2013:
Víctor lleva una caja de sus chocolates preferidos, con la certeza de que no decepcionarán
a nadie. Esta caja se sumará a las siete más que habrá en la reunión, y que irá
llevando en los próximos viajes. Al oír los llamados a su derecha, deja la caja
para auxiliar a Víctor 71.
16
de noviembre de 2013:
Víctor auxilia a Víctor 71.
19
de noviembre de 2015:
Víctor empuja a Víctor 1 para que se tropiece con Víctor 45 y quede sostenido por
Víctor 28.
9
de marzo de 2016:
Víctor lleva ciento cincuenta vasos de plástico para el champagne.
14
de septiembre de 2016:
Víctor lleva consigo a Iván, su nueva mascota, un cachorro de shnauzer mediano.
Como el salto temporal es algo breve, casi instantáneo, Iván no se altera ni le
trae problemas, aunque el espacio en la máquina parece cada vez más pequeño. Hasta
el último viaje, un año después, va con él. En el claro, Iván disfruta de la compañía
de su dueño y de sí mismo multiplicados.
En el cielo sin nubes de fines de invierno, el cóndor vuela describiendo un enorme círculo, impulsándose cada tanto con aleteos formidables, por largos momentos planeando, dejándose llevar por esos impulsos y por el viento. Sobrevuela parte del bosque, la ladera de la montaña, el río, el lago, en uno de los recorridos que hace una y otra vez a lo largo de su vida. Al pasar por encima del claro, su vista extremadamente aguda descubre una actividad inusual: gente, una muchedumbre. Cuando vuelve a pasar, horas más tarde, el claro está vacío, solitario y pacífico como siempre. Nunca antes había visto ese fenómeno. Nunca más lo volverá a ver.
Excelente...
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