La expedición

Esteban vio la vieja casa por primera vez al comienzo de las vacaciones, mientras caminaba hacia la casa de Julián, su mejor amigo. También era la primera vez que tomaba ese camino, porque Julián se había mudado hacía apenas una semana. Durante la construcción, Julián lo había llevado dos veces a ver cómo su casa se iba levantando, pero habían ido por otras calles.

Caminó las pocas cuadras que le quedaban y vio el flamante chalet de dos pisos, tan distinto a la casona centenaria que acababa de descubrir. Tocó el timbre. Pudo escuchar los pasos apresurados de Julián, cuya cara sonriente apareció tras la puerta que se abría.

Lo llevó a recorrer su nuevo hogar, hasta que finalmente se encerraron en su habitación. Esteban volvió a ver los pósters, el escritorio, la cama y demás objetos que componían la antigua habitación de su amigo. Hacía poco que los dos habían cumplido los trece años, y hacía cinco que se conocían, desde que Esteban se había pasado a la escuela a la que iba Julián.

Más tarde, mientras tomaban el té, Esteban recordó lo que había encontrado y le preguntó:

–¿No viste la casa vieja la esquina de Canal y Ferreri?

–No.

–Está buenísima. Es como una casa embrujada de película.

Y a Julián eso le gustó. Ambos compartían la afición por las cuestiones de terror. Muchas noches se quedaban viendo en la casa de alguno de los dos películas del género. Vampiros, fantasmas, hombres lobos, asesinos inmortales eran los habitantes del mundo que les atraía. Por eso, la mención de ese lugar lo entusiasmó como para proponer ir a verlo en ese momento.

Caminaron las tres cuadras que los separaban de la vieja casona, ubicada en una zona tranquila de una ciudad tranquila. Cuando se encontró frente a la casa, Julián no se sintió defraudado por el descubrimiento de su amigo. Como había dicho Esteban, la propiedad parecía extraída de una película. Incluso se encontraba evidentemente deshabitada, porque alguna ventana carente de persianas había sido cubierta por maderas, y el pasto se elevaba a la altura de las rodillas. Las paredes eran de piedra amarronada, oscurecidas por el tiempo. Siete u ocho escalones unían el nivel de la vereda con el piso de la entrada, cuya puerta de madera necesitaba manos de barniz desde hacía varios años. En la parte más inferior de las paredes, justo sobre el piso, los pastos crecidos dejaban ver dos pequeñas ventanas, seguramente pertenecientes al sótano.

Los dos amigos la contemplaron en silencio, estudiándola y admirándola. Hasta que Esteban preguntó, expresando en voz alta lo que Julián pensaba:

–¿Cuándo entramos?

 

Fijaron la fecha de la expedición para el viernes siguiente. Hasta ese día, prepararon su plan y su equipo. Por supuesto que tenían que estar listos para ser atacados por alguna criatura sobrenatural, que elegiría con agrado una casa deshabitada de esa antigüedad como lugar de residencia. Entonces afilaron una rama de árbol hasta convertirla en una estaca. Aprendieron en libros dedicados al tema fórmulas para alejar malos espíritus. Y todo lo hacían con gran entusiasmo, inmersos en ese mundo que según ellos podía estar conviviendo, aunque menos visible, con el nuestro. También idearon la mentira con la que no alarmarían a sus padres: irían al cine local, a la función de las 8. Porque era inevitable que la expedición fuese nocturna. ¿Cómo iban a entrar a semejante casa con la luz del sol iluminándolo todo? Además no podían ser vistos, porque después de todo, reconocieron, estarían entrando en una propiedad privada.

Los pertrechos irían en la mochila de Esteban. Esperaban que el viernes siguiente no se produjera un corte de luz, o en sus casas se buscaría penosamente las linternas, que estarían en poder de los exploradores. Para la defensa ante un eventual ataque tenían dos cuchillos de mesa y la estaca. Para entrar necesitarían sacar alguna madera y romper vidrios, entonces agregaron un martillo, y una lona para evitar cortase con los vidrios que podían quedar en el marco de ventana. Y lo que no podía faltar: una cámara fotográfica profesional que les dejara un recuerdo adecuado de esa hazaña, aunque fuera solo para ellos dos.

Todo esto fue planeado cuidadosamente por los dos amigos en dos reuniones, una en cada casa, con grandes precauciones para que nadie se enterara. Discutían en voz baja, encerrados en sus dormitorios. Cuando terminaron la lista de elementos que llevarían, Esteban la miró con seriedad y dijo:

–Va a estar bastante cargada la mochila. ¿Qué digo si alguno en casa me pregunta qué llevo adentro?

El semblante de Julián también adquirió gravedad mientras consideraba la cuestión.

–Y... decile... decile que te quedás a dormir acá. Cuando te quedás a dormir acá siempre venís con la mochila. Estará un poco más cargada, pero no te la van a revisar, ¿o sí?

–No, no creo –contestó Esteban aún dubitativo.

–Vos ponés cara de inocente. Y si no hacemos al revés, llevo yo la mochila y me quedo en tu casa. Pero lo que pasa es que mejor estar más cerca cuando salgamos de la casa.

–Ah, sí –estuvo de acuerdo Esteban–. Mirá si nos persigue algo. Llevate llaves para abrir la puerta más rápido.

–Pero no te vas a escapar por cualquier cosa, ¿si no qué gracia tiene? Ponele que haya un vampiro. ¿Viste lo que es ese sótano? Ahí puede haber un vampiro. Bueno, no lo podemos dejar vivo, para que siga matando gente. Le clavamos la estaca y listo. Eso ya lo hablamos.

Esteban se rió y le contesto:

–Si llegás a ver un vampiro salís corriendo, Julián. Además que va a ser de noche, y el vampiro va a haber salido. O peor, va a estar dando vueltas por la casa. Si llegamos a ver un ataúd, volvemos otro día a la mañana cuando esté durmiendo y ahí sí le clavamos la estaca.

–Está bien. También puede haber un fantasma. Los que vivían ahí hace cien años a lo mejor volvieron.

Y así deliberaban durante horas.

El jueves por la noche se acostaron ansiosos y les resultó difícil dormirse. Imaginaban las habitaciones llenas de sombras, las telas de araña en todos los rincones, las corridas de las ratas, escalones que crujían bajo los pasos inseguros, el descenso al sótano donde algo podía estar esperándolos desde hacía años, algo que odiaba la luz del sol y estaba hambriento. Pensaron en carcajadas y en voces susurrantes, en la luz de la linterna apagándose a pesar de las pilas nuevas, en espectros atravesando paredes. Después de imaginar todo esto, con las sábanas casi tapándoles la cabeza, se quedaron dormidos.

El gran día llegó con una mañana soleada. Julián fue en bicicleta a la casa de Esteban para arreglar personalmente los últimos detalles. Los temores que lo habían angustiado durante la noche parecían evaporarse a la luz del sol. Como en los días anteriores, evitó pasar frente a la vieja casa. Era mejor reencontrarse con ella en el momento de comenzar la aventura.

Cuando la mamá de Esteban le abrió la puerta, esperó que lo saludara normalmente, temiendo que hubiese descubierto algo del plan secreto. Pero ella no demostró nada extraño. En seguida apareció Esteban y fueron a su habitación. Comenzó la última reunión a puerta cerrada y en susurros. Esteban desplegó un plano de la ciudad en el que había hecho cruces con un marcador rojo allí donde estaban sus casas, bautizadas “Base Uno” y “Base Dos”. También estaban marcados el punto de reunión, que era una plaza cercana, y la casona.

–Qué bien –dijo Julián mirando el mapa seriamente–. Ahora tenemos que ver los horarios.

–Todo calculado –respondió su amigo–. A las ocho menos cuarto, encuentro en la plaza. A las ocho, que ya es de noche, entramos a la casa. Como mucho a las diez menos cinco tenemos que salir, porque a las diez hay que estar en tu casa. Es más o menos lo que dura una peli.

Mientras hablaba iba señalando, con una lapicera como puntero, las cruces de los lugares que mencionaba. Y agregó:

–Tenemos que sincronizar los relojes.

Colocaron los relojes uno al lado de otro, y como habían visto en varias películas, los pusieron a la misma hora, orgullosos de ser ahora ellos los protagonistas de una aventura. Conversaron un rato más, y se despidieron solemnemente hasta el comienzo de la expedición.

 

Llegaron a la plaza casi al mismo tiempo, diez minutos antes de la hora prevista para el encuentro. La mochila que llevaba Esteban se veía muy pesada, pero no habían sido necesarias explicaciones porque al salir de su casa su papá no estaba y su mamá se estaba bañando. Estaba anocheciendo. Ya había unas cuantas estrellas en el cielo, y la luna se veía enorme asomándose detrás de los tejados. En la plaza, muy iluminada, había gente corriendo y haciendo gimnasia.

–Mirá esos –dijo Esteban refiriéndose a esa gente–. No tienen nada importante que hacer, no como nosotros.

–Que a lo mejor vamos a salvarles la vida, en fin... –agregó su amigo suspirando. Consultó su reloj y miró el cielo–. Che, ya está bien oscuro. ¿Vamos yendo?

–Vamos –respondió Esteban sin vacilar.

En el camino de dos cuadras y media que los llevaba a la vieja casa era necesario forzar la vista para ver dónde pisaban, porque los altos árboles tapaban en gran medida la luz de los faroles. Por esa cuadra pasaban pocos autos, y menos aún por la que tenían que doblar, en la que estaba ubicado el objetivo. Hablaron poco, solo para averiguar si tenían todos los elementos que habían planeado llevar. Cada uno sentía cómo el corazón le latía más fuerte y más rápido. En la esquina doblaron y restaban ciento cincuenta metros. Nadie caminaba delante de ellos, nadie detrás. El único sonido era el de las ramas de los árboles mecidas por el viento suave. Miraban las casas, la luz cálida que dejaban ver las ventanas, tan diferente de la oscuridad exterior. Y peor aún lo que les esperaba. Allí adentro sí que estaría oscuro. Tenebroso. Hasta el punto de que añorarían la calle. Solo faltaban unos pasos. Sí, ya se veía detrás de la casa vecina.

Allí estaba. Nunca la habían visto de noche. Era un bloque negro, más oscuro que el cielo nocturno. Los dos amigos quedaron paralizados enfrentándola. No solo los faroles de la calle iluminaban poco, sino que además el más cercano a la casa estaba apagado. Podían trabajar con la certeza de que sería muy difícil descubrirlos. Incluso si les pasaba algo allí adelante. Súbitamente, todas las imágenes de la noche anterior volvieron. Todos los temores regresaron juntos. Era verdad que allí adentro podía haber cualquier cosa. El peligro era real. Durante los días anteriores habían conjeturado las cosas más horribles, pero era un juego y estaban encerrados en sus habitaciones, y era de día. En cambio ahora estarían ellos solos, rodeados de oscuridad. Una vez que estuvieran adentro sería como que la casa se los hubiese tragado, como pasar a otro mundo donde nadie podría defenderlos. Las armas que llevaban les parecieron patéticamente inútiles. ¿Qué podrían hacer ellos, dos chicos, contra un ser o seres tan malignos como sabios, que tal vez desde hacía siglos vagaban por la Tierra?

La casa se alzaba ante ellos, esperándolos. Aún no había pasado ni un auto ni alguien a pie. El viento fresco continuaba silbando y hamacando las copas de los árboles. Les parecía que ellos solos estaban afuera, mientras toda la ciudad se había refugiado en sus hogares. Todos estarían reunidos, acompañados, esperando la hora de la cena, excepto ellos.

Se quedaron un rato más mirando la fachada sombría, hasta que cruzaron unas palabras y se fueron al cine.

1992


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