Solar viejo


Ahora, ya de noche cerrada, la ruta se mostraba tan desértica como le habían advertido en Gaiman, con interminables trayectos sin cruzarse con otro vehículo. Pero justamente por eso, tentado por la soledad patagónica y nocturna, había elegido esa poco transitada ruta provincial que lo dejaría en Comodoro Rivadavia. Se había propuesto conducir sin prisa, incluso allí, con el camino para él solo y a lo largo de tramos rectos que se prolongaban y que invitaban a hundir el acelerador.

Como parte de esta ceremonia de libertad que estaba protagonizando, no había previsto dónde pasar la noche. Hallaría, en algún momento y a la vieja usanza, sin consultar Internet, el lugar para descansar, un pueblo adormecido, un hotel pequeño junto al camino y rodeado de estepa.

Atrás habían quedado las bardas y las alamedas y los meandros del río. Atrás había quedado Gaiman, pero persistía el recuerdo de la noche anterior, esa caminata breve pero mágica, iluminada por las estrellas y por la fascinación de una primera vez, desde el puente y a la vera del río hasta el escenario inefable de las capillas Bethel. Con esos minutos ya había quedado justificado seguir el consejo de su amiga de un viaje a la costa atlántica de la Patagonia, con sus acantilados, su fauna marina asombrosa y los vibrantes testimonios de la colonia galesa.

Ignoró los primeros indicios de sueño, pero cuando lo sobresaltó el cabezazo hacia adelante se dijo que ya era prudente un descanso. Aunque no era una decisión que podía tomar con absoluta libertad, a menos que optara por estacionar en la banquina, reclinar el asiento e intentar dormir. A los quince minutos e inmediatamente luego de un nuevo cabezazo, detuvo su coche y, dejando las luces encendidas, bajó un par de minutos para despabilarse. Disfrutó del potente viento frío que agitaba su cabello y los arbustos ocasionales, formas pálidas a la luz de la luna en aquella fresca noche de primavera. Según los carteles indicadores, el pueblo más cercano estaba a setenta kilómetros. Allí encontraría algún sitio para alojarse.

Sin embargo, a unos veinte kilómetros cambió de idea, cuando vio un par de luces a lo lejos, luego una edificación solitaria, finalmente una posada junto a la ruta, su salvación en este momento de cansancio.

Era alentador este hallazgo frente al que ahora estacionaba su automóvil: en el medio de la nada, sería parte de su escape hacia la tranquilidad. Todo fue quietud en el momento en que apagó el motor, antes de tomar el bolso con su equipaje liviano y bajar del coche. El viento que recibió en su cara y silbó en sus oídos parecía un poco más fuerte que cuando había parado en la banquina. En los seis o siete metros que caminó hasta la puerta apreció la simple fachada de dos pisos, los maceteros cuidados, el cartel con el nombre del establecimiento, “El Viejo Solar”. Tocó el timbre.

Muy pronto la puerta fue abierta por un hombre de mediana edad, quien lo hizo pasar sonriendo e insistiendo en llevarle el bolso. En el hall de entrada había un juego de sillones alrededor de una mesa ratona, y contra la pared un televisor algo viejo encendido que mostraba al ex presidente dando un discurso, pero sin volumen. Junto al televisor, un lustroso reloj de pie empezó a dar la hora. Las once campanadas resonantes le trajeron a la mente el trayecto recorrido desde el valle. El hombre se ubicó detrás del pequeño mostrador para hacerle completar y firmar el libro de ingresos, mientras él comprobaba que el aspecto del lugar seguía a la altura de la fachada por su prolijidad y cuidado, además de la equilibrada calefacción del ambiente.

El hombre, que se presentó como Atilio, lo acompañó hasta su habitación en el piso superior mientras le contaba afable que hacía poco se había alojado allí el astro de tenis, ahora retirado, Federico Conti.

–Ahora pueden decir que acá estuvieron dos celebridades– bromeó él.

–Sin duda, señor –afirmó Atilio–. Mañana le sacamos una foto y la colgamos en la recepción.

Su buen humor continuó cuando vio su habitación, amplia, agradable, con la pintura impecable en paredes y techo y una cama de dos plazas perfectamente tendida. Atilio le deseó buenas noches antes de cerrar la puerta. No preguntó ni buscó la contraseña de wifi: se había propuesto alejarse también de la aquella compulsión por conectarse que lo estaba doblegando en los últimos meses. El baño relucía y olía a un sutil desodorante de ambiente. Un poco por cansancio, un poco para probar el colchón, se arrojó sobre la cama. Ojalá hubiesen tenido una tan cómoda en algunos hoteles donde había pasado más de una noche pagando el doble o el triple, pensó estirándose con un bostezo prolongado.

Le complacía saber que se encontraba a muchos kilómetros de una ciudad importante, con la meseta despojada a su alrededor, bajo un cielo que, aunque no lo estuviese viendo ahora, sabía asombrosamente estrellado. Estaba en un refugio y disfrutaría de ese simple placer. Tal vez por ese entusiasmo se sintió más despierto, con ganas de un poco de lectura. Tenía pendientes dos artículos periodísticos de la semana anterior, que no había podido leer durante los últimos agitados días laborales. Se concentró en la lectura hasta que el sueño empezó a jugar con los significados y a duplicar las líneas, previamente al golpe suave de la tablet en su cara. Hora de interrumpir: no quería estar esforzándose para mantenerse despierto, además, al día siguiente lo esperaban bastantes kilómetros de ruta. Descalzo, caminó hasta el baño, donde no se molestó en buscar la llave de luz, porque era suficiente la que provenía del dormitorio. Pasó frente al espejo sin mirarse, aunque algo veía de reojo, y la imagen que creyó divisar lo hizo detenerse y observar automáticamente. No, claro que no. La barba crecida ya no estaba allí, había sido un dibujo momentáneo de esa penumbra que dominaba el baño, sumado a su vista somnolienta. Ahora, con la luz encendida, solo se reflejaba la sombra de su barba del día. Se afeitaba diariamente, aunque tuviera franco o vacaciones, sin excepciones, tal vez como reacción a la barba que se había dejado durante años, hasta hacía cuatro o cinco.

Puso la alarma de su celular para que sonara a las ocho de la mañana. Una vez más se dijo que recomendaría El Viejo Solar: con la calefacción que había necesitaba cubrirse solo con la sábana. Menos de diez minutos más tarde, estaba dormido.

Lo fue despertando una sensación incómoda de frío. Primero ni siquiera recordó que no se hallaba en su casa, aunque ese colchón y esa almohada no eran los de todos los días. No, no podían serlo: estaba en la posada de la ruta, en la habitación cuya temperatura había estado muy bien pero ahora ya no. Con pereza y en la oscuridad buscó la frazada.

Era el primer error que notaba en El Viejo Solar. Nada trágico, desde luego. Todavía podía seguir recomendándoselo a sus conocidos. El desayuno del día siguiente daría el veredicto final sobre este hospedaje. Por eso, cuando volvió a despertarse más tarde, la irritación lo despejó rápido: ahora estaba aterido de frío, como si, no contentándose con apagar la calefacción, hubiesen además puesto en marcha la refrigeración. Palpó la base de la lámpara en la mesa de luz en busca del interruptor, sin éxito. ¿La llave estaba adosada al cable? Tampoco la encontraba ahí. Se sentó y se estiró para taparse con otra frazada o un plumón, sin estar seguro si existía o no. Se sintió defraudado mientras su mano recorría los pies de la cama sin hallar más ropa. Tendría que levantarse, buscar en el armario o vestirse para poder dormir un rato más. Al menos ahora sus dedos habían llegado al interruptor de la lámpara, pero se vio ante una nueva sorpresa desagradable cuando a pesar de los repetidos clics la habitación seguía tan oscura como antes. Entonces se levantó de golpe y con furia, imaginando ya su queja airada a quien lo atendiera en la mañana. Fue hacia la puerta para encender la luz de la habitación.

Se paró en seco. No lo había notado desde la cama, porque no tenía el ángulo de visión suficiente: la puerta de su habitación estaba entreabierta. A la vista quedaba una franja del pasillo donde desembocaban las pocas habitaciones. Por supuesto que había cerrado esa puerta hacía unas horas; no había duda de ello. Su irritación desapareció por completo, sustituida por el desconcierto, y también por algo de temor. El segmento del corredor recortado por el marco, el umbral y la hoja de la puerta se encontraba iluminado por una luz pálida y tenue.

Otra vez estaba en movimiento, pero no por mucho tiempo, porque al llegar al pasillo lo esperaba una nueva sorpresa, y que superaba a la anterior: parte del techo estaba derrumbada. La luna y algunas estrellas eran la fuente del resplandor azulino que llegaba a las paredes y el piso. Ya casi no notaba el frío, menos ahora que su atención se concentraba en un débil corretear en la parte del corredor que quedaba en tinieblas. Y menos aún al girar hacia su habitación y descubrir lo imposible, lo que tenía que ser una jugada de la mala iluminación: la cama y la mesa de luz ya no estaban más, el piso ahora se revelaba parejo, completo, en las sombras, con su ropa caída de una silla que también se había desvanecido.

A partir de ese momento todo fue frenesí.

Vestirse tan rápido como nunca lo había hecho, calzarse pero sin atarse los cordones, aferrar de un manotazo el bolso y el celular, aunque olvidar la tablet y el abrigo. Atravesar el corredor, la luna atisbada una vez más, esa luna de campo que normalmente le hubiese dado paz y ahora le generaba pavor. Atravesar las sombras, bajar la escalera hacia el hall de entrada también a oscuras y desolado, el mostrador vacío y, frente a él, la puerta cerrada, que no abría a pesar de que giraba la manija y tiraba con violencia hacia afuera y hacia adentro. Hacer lo increíble, tomar impulso e ir con el hombro contra la puerta, sin importar el golpe, una vez y la puerta todavía cerrada, otra vez, un estampido, el cuerpo afuera, frenándose para mantener el equilibrio y continuar hasta el automóvil, el abrazo helado del viento. Las manos tanteando el interior del bolso hasta dar con el alivio de unas formas y un sonido metálico producidos por el llavero del coche. Arrojar el bolso sobre el asiento del acompañante, el motor encendido casi antes del portazo, el retroceso vertiginoso. Encender los faros y dar una única y última mirada al frente de la posada, despintado, sin cartel ni flores ni floreros, las ventanas tapiadas con maderos vetustos.

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